viernes, noviembre 14, 2025
 

Terraplanismo y cambio climático

Creemos en la curvatura de la Tierra sin verla, pero negamos el calentamiento global aunque lo sufrimos todos los días. Una columna sobre ciencia, evidencia y el rol estratégico de la bioeconomía frente al cambio climático.

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Los científicos son personas singulares. Dedican su vida a refutar lo que, hasta entonces, el mundo —o la propia comunidad científica— aceptaba como verdad. Y cuando lo logran, no les basta con el hallazgo: necesitan que sus pares lo revisen, lo repliquen, lo validen. Solo entonces su teoría será aceptada.

Y cuando eso ocurre, ese nuevo conocimiento se convierte en postulado. No en dogma: en punto de partida. Porque tarde o temprano llegará otro científico dispuesto a refutarlo. Y así seguirá la rueda.

Esa es la esencia de la ciencia: no busca tener razón, sino entender mejor.

No se organiza para confirmar lo sabido, sino para ponerlo a prueba. Una teoría científica no es una revelación. Es una explicación plausible, comprobada, replicada y aceptada… mientras nadie la refute con algo mejor.

Pero mientras los científicos viven en esa dinámica permanente de revisión, el resto de nosotros —productores, técnicos, comunicadores, decisores— solemos actuar al revés. Aceptamos lo que dice la ciencia casi como un acto de fe. Porque confiamos en los datos. Porque suena lógico. O, simplemente, porque no tenemos cómo comprobarlo por cuenta propia.

¿Y si la Tierra fuera un disco?

La mayoría de las personas cree que la Tierra es una esfera. Pero, seamos honestos: ¿cuántos vieron realmente su curvatura? ¿Quién la fotografió con sus propios ojos? ¿Qué prueba directa tenemos de que no vivimos sobre un plano rodeado de hielo que contiene el agua de los océanos, como postulan los terraplanistas?

Ninguna. Y sin embargo, no lo dudamos. Porque lo que dice la ciencia nos parece razonable. Porque asumimos que hay consenso. Porque nos da más sentido que la explicación contraria.

Ahora bien: si confiamos en lo que no vemos —como la forma de la Tierra— ¿por qué cuesta tanto aceptar lo que sí podemos comprobar cada día? ¿Por qué hay gente que niega el cambio climático, incluso cuando está ocurriendo frente a sus ojos?

El cambio climático no necesita fe

Apenas un 2% de la comunidad científica descree del cambio climático de origen humano. El 98% restante coincide en que el calentamiento global es una consecuencia directa de nuestra economía basada en fósiles.

Y ese consenso no es ideológico. Es físico. Es químico. El mecanismo es claro: la radiación solar atraviesa la atmósfera y calienta la Tierra. Parte de ese calor se refleja hacia el espacio, pero no todo logra escapar. Gases como el dióxido de carbono (CO₂), el metano (CH₄) y el óxido nitroso (N₂O) lo atrapan, como si envolvieran al planeta en una frazada: dejan entrar el calor, pero no lo dejan salir.

Ese fenómeno —el efecto invernadero— ocurre de forma natural, desde hace decenas de miles de años. El problema es que, al aumentar la concentración de estos gases, la frazada se vuelve cada vez más gruesa.

Lo que alarma a la ciencia es la velocidad con que está aumentando la concentración de estos gases en la atmósfera.

Cuando el ritmo lo cambia todo

Durante la última gran transición climática —entre hace 21.000 y 11.000 años— la concentración de CO₂ pasó de 180 a 260 partes por millón (ppm). Fueron 80 ppm en 10.000 años: una variación de apenas 0,008 ppm por año. En ese contexto, el calentamiento se explicó por causas naturales: el deshielo liberó gases atrapados en el permafrost y los océanos.

Desde entonces hasta 1750, la concentración se mantuvo casi estable. Pero en los últimos 270 años, sin fenómenos naturales extremos, pasamos de 280 a 420 ppm. Y en la última década, subió 2,6 ppm por año. Eso es 325 veces más rápido que durante la transición glacial. Justo cuando lo único que cambió fue que empezamos a quemar fósiles.

La correlación con la temperatura media del planeta es abrumadora. Entre 1995 y 2004, apenas un año (1998) estuvo entre los diez más cálidos. Entre 2005 y 2014, fueron tres. De 2015 a 2024, todos los años figuran en ese ranking. Y 2024 batió todos los récords, superando incluso al sofocante 2023.

La evidencia no necesita satélites

Y no hace falta leer papers para notarlo. A diferencia de la curvatura de la Tierra, el cambio climático se ve, se siente y se sufre.

Inundaciones que antes ocurrían una vez cada 50 años, hoy suceden cada cinco. Sequías que se repiten sin tiempo de recuperación. Lluvias torrenciales que colapsan ciudades. Olas de calor que rompen récords cada verano. Incendios incontrolables incluso en zonas templadas. Ecosistemas que se alteran. Producciones agrícolas que migran. Frutas que maduran antes. Plagas que llegan donde antes no sobrevivían.

No hace falta creer. Solo mirar.

La física explica el problema. Y también la solución

Para la ciencia, el cambio climático es causado por esos gases. Sabemos, con base científica, cómo se emiten y cómo se pueden capturar.

La naturaleza diseñó, hace millones de años, una solución elegante: la fotosíntesis. El proceso por el cual las plantas absorben CO₂ y lo convierten en biomasa. Esa es, en esencia, la tecnología más antigua y eficiente para secuestrar carbono.

Y esa es también la base de algo mucho más amplio: la bioeconomía.

La bioeconomía: fotosíntesis a escala industrial

La bioeconomía es una forma de producir valor económico utilizando la biología como base. Aprovecha la capacidad de los seres vivos —plantas, microorganismos, algas— para transformar la energía del sol y el carbono del aire en productos útiles para la sociedad.

Eso incluye alimentos, materiales, combustibles, energía, medicamentos o bioplásticos. Es lo mismo que nos dio el petróleo, pero sin extraer carbono fósil: la bioeconomía parte del carbono que ya está en la atmósfera.

¿Es más caro? A veces. Porque la biomasa hay que producirla. Hay que sembrar, cuidar, cosechar, transformar. Eso implica trabajo, infraestructura, tecnología. También porque nunca se mide el costo real del modelo fósil: microplásticos en peces, inundaciones, enfermedades, dependencia energética, derrames, fugas de metano, pérdida de biodiversidad.

¿Qué pasa si medimos todo eso? ¿Qué pasa si dejamos de subsidiar el problema y empezamos a invertir en la solución?

Lula, la COP30 y el desarrollo que importa

El presidente Lula lo dijo con claridad hace pocos días en la cumbre del BRICS: “Los incentivos del mercado van a contramano de la sostenibilidad”. Según Lula, el año pasado 65 de los bancos más grandes del mundo destinaron 869 mil millones de dólares a inversiones en combustibles fósiles. Una cifra que, por sí sola, pone en evidencia la paradoja más brutal del debate climático: mientras el mundo habla de transición energética, el capital sigue financiando la crisis.

El mundo necesita apostar de verdad por los países que conservan la selva, que producen biomasa, que pueden capturar carbono de forma natural y productiva. No con discursos. Con financiamiento, transferencia tecnológica y acceso a mercados.

Porque la bioeconomía ya no es solo ambientalismo. Es desarrollo. Es soberanía. Es industria. Es estrategia.

Lo entendió incluso la Comisión Europea, que abandonó su visión exclusivamente verde para posicionar a la bioeconomía y la biotecnología moderna como motores del crecimiento. Ya no se trata solo de mitigar impactos: se trata de producir valor en clave regenerativa. De reemplazar moléculas fósiles por cadenas biológicas. De crecer sin quemar el futuro.

La ciencia admite sus errores. ¿Y nosotros?

Albert Einstein defendía con convicción la idea de un universo estático. Pero cuando nuevas observaciones demostraron que el universo se expande, reconoció su error y lo calificó como el mayor de su vida. La teoría que terminó aceptando —la de un universo en expansión— fue la base sobre la que, años más tarde, se desarrolló la explicación más aceptada sobre el origen del cosmos: el Big Bang.

La ciencia no se aferra a las ideas. Se aferra a la evidencia.

Es irónico que quienes niegan el cambio climático se autodenominen escépticos, pero no sometan sus ideas a ninguna revisión rigurosa: no contrastan fuentes, no publican en revistas científicas, no aceptan refutaciones. No hacen ciencia: hacen propaganda.

Negar el carácter antropogénico del calentamiento global no es escepticismo. Es negación cómoda. O interesada.

El planeta no espera que creamos

La ciencia no necesita que le creamos para ser cierta. Pero nosotros sí necesitamos comprenderla para tomar decisiones responsables. Porque, a diferencia del terraplanismo, el cambio climático no es una creencia ridícula: es una amenaza cierta. Visible. Medible. Y, lo más importante, evitable.

La solución está ahí. La conocemos. La usamos todos los días. Se llama fotosíntesis. Y su traducción económica, política y tecnológica, se llama bioeconomía.

La pregunta es otra: ¿vamos a seguir negando lo evidente? ¿O vamos a invertir, de una vez, en la única tecnología que siempre funcionó?

 
Emiliano Huergo
Emiliano Huergo
Apasionado por el potencial transformador de la bioeconomía. Director de BioEconomía.info, promotor de iniciativas que integran innovación, equidad y sostenibilidad. 👉 Ver perfil completo
 
 

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