El trigo ya fue trillado. Las tolvas se vaciaron en los acoplados y los granos se enviaron a molino o exportación. Lo que queda en el lote —ese manto de tallos secos y hojas quebradas— rara vez entra en los cálculos de rendimiento. A veces se reincorpora al suelo. A veces se recoge para uso ganadero o cama de animales. Y otras, simplemente se deja ahí, como si ya no perteneciera al sistema productivo.
Pero, ¿y si esa parte del cultivo que no se lleva la cosechadora pudiera convertirse en combustible? ¿Y si no fuera necesario separar lo alimentario de lo energético, sino integrarlos en un mismo proceso industrial, aprovechando tanto el grano como la paja?
Esa es la lógica detrás de un nuevo modelo de producción de bioetanol, que no parte de una materia prima alternativa ni de una tecnología futurista, sino de una mirada distinta sobre lo que ya tenemos. Un enfoque que propone dejar de pensar en términos de competencia entre alimentos y energía, para empezar a hablar de convergencia. Trigo y paja. Primera y segunda generación. Una misma biorrefinería.
Superar la fragmentación: el valor de la integración
Durante dos décadas, el avance de los biocombustibles ha estado dividido por una frontera técnica y conceptual: los de primera generación (1G), basados en cultivos ricos en almidón o azúcares —como el maíz, la caña o el propio trigo—; y los de segunda generación (2G), que utilizan residuos lignocelulósicos como rastrojos, bagazo o paja. Los primeros son más simples de procesar pero enfrentan críticas por su uso de tierras fértiles. Los segundos tienen mejor perfil ambiental, pero demandan procesos más complejos y costosos.
Ambas tecnologías se han desarrollado de forma paralela, como si pertenecieran a mundos separados. Pero una nueva investigación propone un puente entre ellas. No como un experimento teórico, sino como un proceso industrial concreto, modelado con herramientas de simulación de planta, y evaluado tanto desde su rentabilidad como desde su huella ambiental.
El modelo parte de una pregunta central: ¿qué pasaría si en lugar de tratar el trigo y su paja como dos cadenas distintas, las procesáramos juntas? La respuesta, según los autores, no solo es técnicamente viable. También es económicamente competitiva y ambientalmente prometedora.
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Trigo, paja y peróxido: cómo funciona el proceso que convierte un solo cultivo en una biorrefinería completa
El trigo, como todos los cereales, guarda en su grano un recurso energético clave: el almidón. El almidón no es más que una larga cadena de azúcares que la planta acumula para nutrir la futura germinación. Al procesarlo, lo que se busca es romper esas cadenas y liberar los azúcares simples que las componen —como la glucosa—, que luego pueden ser transformados en alcohol mediante fermentación.
Ese es el principio básico detrás del bioetanol de primera generación (1G): se muele el grano, se lo mezcla con agua y enzimas que «cortan» el almidón, y después, con la ayuda de levaduras, se fermenta ese azúcar hasta obtener etanol. Finalmente, el alcohol se separa del resto del líquido por destilación, se purifica, y se convierte en biocombustible.
Pero el proceso no termina con el combustible. Una parte importante de lo que queda después de la fermentación —la fracción sólida del grano que no se convierte en azúcar— tiene un alto valor como insumo para la alimentación animal. Es lo que se conoce como burlanda, o DDGS, una mezcla de proteínas, fibras y grasas que se seca y se comercializa como suplemento proteico. En muchas plantas, la burlanda representa una fuente de ingresos igual o incluso mayor que el propio etanol.
Ese es el corazón del modelo 1G. Pero deja afuera buena parte del cultivo: la paja. Esa biomasa rica en fibra que suele quedar en el campo sin un destino claro.
Ahí es donde entra la segunda generación.
El bioetanol 2G busca justamente eso: aprovechar lo que se deja en el lote. Pero transformar ese residuo en combustible es mucho más difícil. Porque, a diferencia del almidón del grano, los azúcares de la paja están atrapados en una estructura compleja de celulosa, hemicelulosa y lignina: un escudo vegetal que protege a la planta y complica su industrialización.
Antes de poder fermentar la paja, hay que ablandarla, desarmarla. A eso se le llama pretratamiento.
En este estudio se compararon tres métodos suaves de pretratamiento: uno con ácido fórmico, otro con clorito de sodio, y uno con peróxido de hidrógeno alcalino (AHP). Este último fue el más prometedor. Logró abrir la estructura vegetal sin destruir la celulosa, liberando un 73% del material útil, con menor consumo de agua y sin generar residuos peligrosos.
Después del pretratamiento, se aplica un proceso enzimático que convierte esas fibras en azúcares, y luego se fermentan igual que en el caso del grano. El resultado: más bioetanol. Pero lo más importante es que todo esto puede hacerse en una misma planta.
Una sola biorrefinería, capaz de procesar grano y paja de forma integrada, compartiendo fermentadores, calderas, energía, logística. Un sistema diseñado para sumar, no para dividir.
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Cuando eficiencia también significa rentabilidad
Simulando una planta con capacidad para procesar 1.200 toneladas diarias de trigo y 2.000 de paja, el estudio estimó una producción anual de 241.300 toneladas de bioetanol, con un rendimiento del 22,74% y una eficiencia energética del 60,51%.
En términos económicos, el modelo mostró un precio mínimo de venta del etanol (MESP) de 431 dólares por tonelada, con una tasa interna de retorno (IRR) del 37%) y un retorno sobre la inversión (ROI) del 76%).
Estas cifras no surgen de subsidios ni suposiciones optimistas. Son el resultado directo de un diseño industrial que reduce costos estructurales, aprovecha mejor cada unidad de biomasa y diversifica sus ingresos gracias a subproductos como la burlanda y la lignina, que puede utilizarse como fuente de energía térmica.
El análisis de sensibilidad confirmó que el modelo se mantiene rentable incluso con variaciones importantes en el precio del etanol o en el costo de la materia prima. Eso lo convierte en una opción sólida, adaptable y lista para ser escalada.
Sostenibilidad con nombre y apellido
El modelo también mostró un 60,65% menos emisiones de CO₂ en comparación con procesos tradicionales. No es un detalle menor. Es una mejora sustancial en el balance de carbono, en parte gracias al uso de residuos agrícolas y a la eficiencia energética del sistema.
Sin embargo, el análisis ambiental también detectó impactos significativos en la ecotoxicidad terrestre (35%) y en la ecotoxicidad acuática dulce (32%). El estudio no los minimiza: los identifica como puntos clave para mejorar. Y propone soluciones concretas: fertilización más precisa, prácticas agrícolas regenerativas, mejoras tecnológicas en los sistemas de combustión. Nada estructuralmente complejo, pero sí estratégicamente relevante.
Porque si la sostenibilidad se construye por capas, este modelo ya parte con ventaja: emite menos, usa más, desperdicia casi nada.
Pensar la planta como sistema, no como fábrica
En última instancia, lo que este estudio propone no es solo una mejora de procesos. Es un cambio de lógica. La idea de una planta integrada, donde alimento y energía conviven, donde lo que antes era residuo ahora es recurso, donde una misma infraestructura produce múltiples salidas sin duplicar esfuerzos, redefine lo que puede ser una biorrefinería en el siglo XXI.
Es una visión que no necesita inventar una nueva materia prima, ni depender de tecnologías experimentales. Parte de lo que ya tenemos. De lo que ya cultivamos. De lo que dejamos en el campo.
Y lo convierte, sin alardes, en parte de la solución.


