miércoles, noviembre 19, 2025
 

En las costas de Maine (EE.UU), las algas comienzan a desafiar al plástico

Una red emergente de startups, agricultores y científicos transforma un recurso local en materiales biodegradables que podrían reorientar la economía marítima del noreste estadounidense.

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El amanecer en la costa de Maine (EE,II.) tiene un ritmo particular. Cuando baja la marea, las rocas negras quedan envueltas en un manto de algas brillantes que parecen respirar al compás del océano. Para pescadores y comunidades locales, esas algas fueron siempre parte del paisaje: un recurso abundante, humilde y, hasta hace poco, subestimado. Pero en los últimos años comenzaron a adquirir un nuevo significado, como si estuvieran esperando que alguien descubriera un uso que fuera más allá de la tradición marina. Y, en cierto modo, eso fue lo que ocurrió.

La transformación empezó, paradójicamente, lejos del mar. Ocurrió en la vida de Alexa McGovern, cuando un diagnóstico inesperado encendió preguntas que nunca había formulado con tanta urgencia. Durante su embarazo, había leído sobre los microplásticos y sus potenciales efectos en la salud humana. Eran estudios científicos que hablaban de partículas diminutas, invisibles, presentes en agua, aire y tejidos biológicos. Meses después, con el diagnóstico de cáncer de mama y la mención de posibles factores ambientales, aquella información adquirió un peso distinto. A veces una decisión nace de un miedo; otras, de un impulso. En este caso nació de ambos.

McGovern llevaba tiempo interesándose por las algas de Maine y por sus propiedades únicas. En 2023 decidió unir esas inquietudes en un proyecto propio: Dirigo Sea Farm, una empresa dedicada a producir bioplásticos a partir de algas cultivadas localmente. Su objetivo inicial era claro: reemplazar el envoltorio plástico de las cápsulas de detergente por una película soluble y biodegradable, desarrollada sin petróleo y elaborada con polisacáridos extraídos de las algas. Era una apuesta técnica y comercial, pero también personal.

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Un territorio que busca nuevas respuestas

Maine no es un escenario elegido al azar. Es un estado profundamente marcado por la pesca, la acuicultura y la vida costera, con una larga tradición de trabajo en el océano. Las algas forman parte de esa identidad. Crecen sin necesidad de tierra ni fertilizantes, capturan carbono y se reproducen a un ritmo que despierta interés científico desde hace décadas. Pero el salto hacia la fabricación de materiales solo comenzó recientemente, motivado por el avance de regulaciones contra el plástico y por una sensación global de que los modelos productivos deben cambiar.

A ese contexto se sumó un ecosistema de innovación que el estado fue construyendo en torno al Instituto Roux de la Universidad Northeastern. Allí confluyen investigadores, emprendedores y empresas emergentes que buscan convertir la biología marina en una plataforma tecnológica. Es en ese entorno donde Dirigo Sea Farm encontró apoyo para trasladar sus primeros experimentos –realizados literalmente en la cocina de McGovern– hacia un laboratorio capaz de dar forma a prototipos más consistentes.

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De la cocina al prepiloto: el recorrido de un material nuevo

Diseñar un bioplástico es mucho más que mezclar ingredientes. Es una danza entre química, comportamiento físico y capacidad industrial. La película soluble que McGovern imaginaba debía comportarse igual que el plástico que reemplaza: envolver, proteger, resistir la manipulación diaria y disolverse en el momento exacto. Y todo eso sin petróleo, sin microplásticos y sin comprometer el funcionamiento de la maquinaria industrial que ya existe.

Ese último punto se transformó en una obsesión técnica. Lograr que un material nuevo pueda procesarse en líneas de extrusión o moldeo estándar es una condición indispensable para que cualquier industria adopte un sustituto. Por eso, incluso hoy, gran parte del trabajo de Dirigo Sea Farm consiste en ajustar formulaciones para que su bioplástico se comporte como un polímero tradicional en las máquinas donde será fabricado.

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Viable Gear: otra historia que nace de la costa

Mientras McGovern avanzaba por ese camino, otra emprendedora recorría uno paralelo. Katie Weiler fundó Viable Gear en 2021 con una idea tan simple como desafiante: crear un hilo resistente elaborado con algas marinas, capaz de reemplazar cuerdas y cordeles plásticos utilizados por agricultores y trabajadores del mar. En muchas zonas costeras, las redes y sogas rotas que terminan flotando en el océano son un símbolo doloroso de contaminación. Weiler imaginó que las algas podían ofrecer una alternativa más limpia, pero solo si se lograba alcanzar un precio razonable.

Viable Gear trabaja actualmente en el proceso de patentamiento de su primera fibra piloto. En paralelo, colabora con la Asociación de Agricultores y Jardineros Orgánicos de Maine, cuya red de productores organiza ensayos en campo durante varias temporadas. Allí se pone a prueba la resistencia del material, su estabilidad ante la humedad, su comportamiento frente al desgaste y su degradación a lo largo del tiempo. Es una validación imprescindible: la agricultura obliga a los materiales a convivir con la intemperie, una prueba mucho más ruda que cualquier laboratorio.

Weiler insiste en que su compañía nació para ofrecer soluciones accesibles. “No queremos salir al mercado con una enorme prima verde”, afirma. La frase sintetiza un dilema central: muchas alternativas sostenibles fracasan porque cuestan demasiado para quienes más las necesitan.

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Las dos startups comparten un aliado clave: el Instituto Roux. Y dentro de él, la experiencia científica de Bill Lenart, investigador especializado en polímeros y ciencia de datos. Su trabajo se centra en un fenómeno fascinante: los polisacáridos de las algas pueden reorganizarse para comportarse como plásticos. Pueden volverse flexibles, rígidos, solubles o resistentes dependiendo de cómo se procesen. Pero esa transformación exige algo que hoy todavía escasea: un proceso de refinamiento industrial sólido, repetible y capaz de garantizar que cada lote sea igual al anterior.

Lenart describe un obstáculo técnico que suele pasar desapercibido: antes de explorar nuevas formulaciones, la industria necesita una cadena de procesamiento estable. Sin esa base, resulta imposible crear un estándar que permita expandir la producción. La ciencia de los biopolímeros marinos no avanza solo con ideas; avanza con infraestructura, datos y consistencia.

Las algas marinas, que durante generaciones fueron un recurso secundario, podrían convertirse en protagonistas de una transformación que combina ciencia, territorio y visión empresarial. Si Maine logra escalar esta industria sin perder su raíz local, las costas donde todo comenzó podrían convertirse en un referente mundial de bioplásticos de nueva generación.

 
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