La semana pasada, la Secretaría de Energía nos regaló una joya: una resolución oficial que reconoce, textual, que los biocombustibles pueden reducir “significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero”. ¡Un aplauso! Porque si se reconoce que reducen emisiones, es porque esas emisiones importan. O sea: existe un problema con el CO₂. O sea: el cambio climático no es un invento del Foro de Davos, ni una conspiración comunista, como le gusta decir al presidente Milei. Como si el planeta hubiera decidido subir la temperatura justo cuando empezamos a quemar petróleo en masa. Mala suerte, che.
Del otro lado del continente, la Agencia de Protección Ambiental de EE.UU. sorprendió con la propuesta de nuevos volúmenes obligatorios de biocombustibles para 2026 y 2027. Cifras récord para el biodiesel y el HVO, y eliminación de incentivos a la movilidad eléctrica. Una apuesta fuerte por los biocombustibles, pero no por cualquiera: se otorga un beneficio doble a los producidos en EE.UU. con materias primas también locales. Beneficios que se suman a los fuertes aranceles que ya existen a la importación de biocombustibles.
Lo paradójico es que, aunque se trata de la Agencia de Protección Ambiental, el argumento de los volúmenes récord de biocombustibles no menciona al ambiente. El discurso sigue la línea ideológica de Trump y apunta a la seguridad energética y al empoderamiento del agricultor americano. Y funciona: refuerzan su agroindustria, reducen importaciones y blindan su estrategia energética. Con impacto climático positivo incluido. Al fin y al cabo, bioeconomía también es eso: pensar en los recursos locales renovables, fortalecer la cadena agroindustrial y reducir la dependencia externa.
Sabemos que nuestro presidente tiene debilidad por Donald Trump. Le gusta el estilo, las formas, la épica. Lo que no copia es lo importante: la estrategia. Porque mientras Estados Unidos impulsa el uso de biocombustibles para dejar de importar combustibles, Argentina continúa importando gasolina y diésel como si tuviéramos un yacimiento inagotable de divisas. O como si nuestra bioindustria no fuera una de las más competitivas del planeta.
Pensar el país desde la ingeniería: del legado del Ing. Huergo a la bioeconomía del presente
Hoy producimos unas 10 millones de toneladas de diésel y apenas 800.000 de biodiesel. Pero consumimos 15 millones. La diferencia se importa. Y eso que tenemos capacidad instalada para producir 4 millones de toneladas de biodiesel. ¿Qué nos frena? Un corte obligatorio congelado en el 7,5%. Argentina es el mayor exportador mundial de aceite de soja: más de 6 millones de toneladas sobre una producción total de 8,5. Brasil, que produce más, exporta mucho menos. ¿Por qué? Porque lo convierte en biodiesel. Allá el corte es del 14% y este año sube al 15%. Acá, en cambio, con los tanques llenos de capacidad, los llenamos con gasoil importado.
La historia se repite con las naftas. Producimos unos 7 millones de metros cúbicos por año, y 1,2 millones de bioetanol. Pero en las estaciones de servicio se venden casi 10 millones. Otra vez: lo que falta, se importa. Argentina produce 53 millones de toneladas de maíz y exporta 37 millones. Brasil produce mucho más, pero también utiliza mucho más para bioetanol. Y Estados Unidos, con su gigantesca cosecha de 400 millones, destina alrededor de 150 millones a producir etanol. Los países cerealeros hacen biocombustibles. Nosotros seguimos exportando grano en crudo y frenando proyectos de nuevas plantas, incluso de etanol de caña, porque no hay mercado interno suficiente con la legislación vigente.
No es un problema técnico. Ni siquiera económico. Es conceptual. No tenemos una estrategia energética que integre a la bioindustria como parte del sistema. Y eso es grave. Porque el mundo ya está en otra sintonía. Una donde cambio climático y política caminan de la mano. Brasil, además del biodiesel al 15%, mantiene un mandato de etanol al 27,5%, con vehículos flex fuel que ya alcanzan una penetración del 50% de bioetanol en los tanques. Indonesia, otro gran productor de aceites vegetales, avanza hacia una mezcla obligatoria del 50% en el biodiesel.
Tenemos tecnología, materias primas, plantas disponibles. Pero seguimos atados a una visión fósil, como si el gas de Vaca Muerta pudiera resolverlo todo. Como si no existiera un sistema de transporte que depende casi por completo de combustibles líquidos. Orgullosos campeones del “no hay plata”, seguimos gastando dólares en importar lo que podríamos producir localmente y boicoteando a los únicos combustibles para transporte que podrían producirse sin necesidad de explosiones en el subsuelo.
“Si los extraterrestres nos visitaran, me daría vergüenza tener que contarles que todavía provocamos explosiones en el subsuelo para sacar energía”. La frase es del astrofísico Neil deGrasse Tyson. Y aplica perfecto.
Tal vez haya que dejar de discutir si el cambio climático es real y empezar a entender que, aunque no lo creamos, ya está acá, entre nosotros. Filtrándose en resoluciones. Revelándose en políticas. Como un grito que se escapa en medio de una discusión.
Porque una cosa es segura: el cambio climático no necesita que lo reconozcan para existir. Y nos da todas las razones para mirar hacia nuestros recursos renovables. Que no son promesas. Son gigantes. Qué bueno sería aceptarlo.


