En el corazón rural de Nueva Zelanda, el invierno ya no solo se siente en la piel. Se siente también en el costo y en las en las decisiones difíciles que deben tomar los horticultores para sostener los invernaderos productivos. Con las reservas de gas natural en caída libre y los precios de la electricidad escalando sin control, el país enfrenta una crisis energética que empuja a buscar soluciones más cerca del suelo que del subsuelo.
Y es allí, en los campos, donde empieza a gestarse una alternativa inesperada. Porque mientras el gas fósil escasea, los investigadores y productores comienzan a mirar con nuevos ojos a los cultivos energéticos: plantas sembradas no para alimentar personas o animales, sino para alimentar tanques que funcionan como un estómago artificial. El futuro energético de Nueva Zelanda podría estar fermentando en silencio dentro de un biodigestor.
Una matriz que se desmorona
La señal de alarma llegó con fuerza en 2024, cuando el suministro de gas natural cayó casi un 21% respecto al año anterior, según datos del Ministerio de Negocios, Innovación y Empleo. Al mismo tiempo, el consumo tocó su nivel más bajo desde 2011, evidenciando que el problema no era solo geológico, sino estructural. Los campos maduros declinan, las inversiones en exploración son escasas y el apetito por energías fósiles se vuelve cada vez menos sustentable.
En este contexto, sectores altamente dependientes del gas, como los grandes invernaderos hortícolas, comenzaron a buscar salidas viables. Fue allí donde el biogás volvió a aparecer en escena, esta vez con un papel protagónico.
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El biogás en Nueva Zelanda puede cambiar el mapa energético
La tecnología no es nueva. Se trata de biodigestores anaeróbicos: tanques herméticos donde microorganismos descomponen biomasa vegetal o residuos orgánicos en ausencia de oxígeno, generando biogás rico en metano. El proceso es similar al que ocurre en el estómago de los rumiantes, y ya se emplea a gran escala en países como Alemania, Francia o China.
En Nueva Zelanda, el sistema es conocido gracias a experiencias como la de Ecogas, que en su planta de Reporoa transforma residuos alimentarios de Auckland en biogás y fertilizantes. Este mes, la empresa recibió luz verde para instalar una planta similar en Christchurch, consolidando un modelo de economía circular urbana.
Pero el paso siguiente —y más ambicioso— consiste en llevar este modelo al campo, transformando a los agricultores en productores de energía.
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Cultivar energía, literalmente
El impulso viene de investigadores como el Dr. Rocky Renquist, fisiólogo de cultivos y miembro vitalicio de la Bioenergy Association, quien propone cultivar especies de alto rendimiento energético en tierras marginales para alimentar digestores rurales. La idea es simple: sembrar plantas como alcauciles, conocidos en muchos países como alcachofa o alfalfa (lucerne), cosecharlas, fermentar su biomasa y purificar el gas resultante hasta obtener biometano, que luego puede inyectarse directamente a la red de gasoductos.
“La Isla Norte tiene una ventaja clave con su red de gas. Si cultivás cerca de un ducto, podés purificar el biogás y reemplazar, poco a poco, el metano fósil por metano renovable”, explicó Renquist.
Un estudio de su equipo demostró que 230 hectáreas cultivadas por solo 12 agricultores podrían generar un millón de metros cúbicos de metano, equivalentes a más de 900 mil litros de diésel. Suficiente para cubrir la demanda energética de toda una zona agrícola con un solo biodigestor de escala media.
Mucho más que energía: una nueva lógica productiva
Los beneficios no se agotan en lo energético. El uso de cultivos energéticos o incluso estiércol permite cerrar ciclos de nutrientes como el nitrógeno, mejorar la gestión ambiental en el campo y diversificar las fuentes de ingresos. El biogás puede alimentar calderas, turbinas eléctricas o incluso camiones de carga, convirtiéndose en una solución energética local y descentralizada.
“El potencial está ahí desde hace años, pero ahora las condiciones cambiaron: el gas fósil ya no es barato ni confiable. Es momento de redescubrir esta tecnología con una mirada estratégica”, remarcó Renquist, que recientemente ofreció un seminario junto al investigador Stephan Heubeck sobre los cultivos más eficientes para este tipo de producción.
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El agro como nueva central energética
El panorama internacional demuestra que este modelo no solo es viable, sino exitoso. En Alemania existen más de 9.000 plantas de biogás, muchas de ellas alimentadas por maíz, pastos o residuos agrícolas. Francia y los países nórdicos también apuestan fuerte al biometano rural. Nueva Zelanda, con su tradición agrícola, su red de gasoductos y su urgencia energética, parece tener las piezas listas para replicar —y adaptar— esas experiencias.
En lugar de extraer lo que la tierra esconde, el país empieza a descubrir lo que la tierra puede ofrecer en su superficie. Y en ese descubrimiento, el campo vuelve a ocupar el centro de la escena: no como paisaje, sino como fuente concreta de energía. Energía cultivada, recolectada y fermentada. Energía que no contamina, que no se agota y que, sobre todo, no depende del subsuelo.


