viernes, octubre 31, 2025
 

El espejismo del futuro perfecto

El aplazamiento del Marco Net-Zero de la OMI revela una trampa global: la fe en un futuro tecnológico perfecto que posterga las soluciones posibles.

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A veces, no hay mejor estrategia para no hacer nada que proponerse lo imposible.
La Organización Marítima Internacional (OMI) acaba de recordárnoslo. Hace apenas seis meses, había celebrado con bombos y platillos la aprobación de su Marco de Cero Emisiones Netas, una hoja de ruta para que el transporte marítimo —responsable de casi el 3 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero— alcanzara la neutralidad de carbono hacia 2050. Era un acuerdo histórico: por primera vez un organismo de las Naciones Unidas ponía precio a las emisiones contaminantes a escala mundial. Pero la historia duró poco. En octubre, cuando debía ratificarse, la OMI decidió aplazar la decisión por un año. Las discrepancias políticas y tecnológicas resultaron más poderosas que las convicciones ambientales.

Para quien no sigue de cerca estos debates, conviene recordar que la OMI es el organismo especializado de la ONU que regula el transporte marítimo internacional. Dentro de ella, el Comité de Protección del Medio Marino —conocido por sus siglas en inglés, MEPC— es el espacio donde se negocian las normas ambientales que luego se incorporan al Convenio MARPOL, el tratado global que desde 1973 establece las reglas para prevenir la contaminación por parte de los buques. En ese marco, el llamado Net-Zero Framework (NZF) buscaba crear dos instrumentos inéditos: una norma mundial de intensidad de emisiones para los combustibles marítimos y un mecanismo de precios que penalizara a los buques más contaminantes. El dinero recaudado se destinaría a un Fondo de Cero Neto de la OMI para financiar la adopción de tecnologías emergentes y ayudar a los países más vulnerables en la transición.

El problema es que, como suele ocurrir en la diplomacia climática, las buenas intenciones chocaron con la realidad. El texto, de más de 120 páginas, intentaba regular desde las definiciones básicas de “combustible verde” hasta la verificación de cumplimiento, las sanciones y el uso de los fondos. En teoría, era un paso firme hacia la descarbonización del transporte marítimo. En la práctica, era un laberinto de objetivos, métricas y plazos que pocos creían posible cumplir. Numerosos análisis señalaban que, aun si se aplicara tal como estaba, el marco apenas reduciría un 10 % de las emisiones para 2030, frente al objetivo oficial del 20 % o 30 %. Y lo más paradójico: no ofrecía incentivos concretos para los combustibles de bajas emisiones que ya existen, como los biocombustibles, mientras apostaba casi todo a tecnologías todavía inmaduras o inviables a gran escala, como el amoníaco verde o el hidrógeno.

Estados Unidos aprovechó ese flanco para dinamitar el consenso. La administración Trump —fiel a su estilo de confrontación directa— amenazó con sancionar a los países que apoyaran el acuerdo, incluyendo restricciones portuarias y aranceles punitivos. Pero más allá del tono político, su argumento técnico no carecía de lógica: el nuevo marco, sostuvo Washington, penaliza injustamente a los combustibles de transición asequibles y probados, como los biocombustibles, en un contexto donde las alternativas “cero emisiones” todavía no están listas. Además, advirtió que el sistema de precios podría terminar acumulando miles de millones en un fondo global sin garantías de resultados ambientales reales. El documento estadounidense también criticó que la OMI pretendiera asumir un rol recaudatorio —algo inédito dentro del sistema de Naciones Unidas—, lo que llevó a varios países petroleros a denunciar que el plan excedía las competencias técnicas del Convenio MARPOL.

El resultado fue el esperado: la parálisis.
La sesión extraordinaria del MEPC que debía ratificar el acuerdo fue suspendida y postergada doce meses. En ese lapso, los países “seguirán trabajando para alcanzar un consenso”, según el comunicado oficial. En otras palabras: nada cambia.
Y mientras tanto, los buques seguirán moviendo el 90 % del comercio mundial con combustibles fósiles, y las emisiones del sector seguirán creciendo.

La historia encierra una paradoja conocida: cuanto más se idealizan las soluciones del mañana, más cómodo se vuelve el inmovilismo de hoy.
Europa ya lo aprendió en carne propia con su decisión de eliminar los autos a combustión para 2035, una meta que hoy Alemania y varias automotrices reclaman revisar. El entusiasmo inicial por la electrificación total empieza a ceder ante los costos, la falta de infraestructura y la constatación de que los biocombustibles —tan denostados en nombre de la pureza tecnológica— siguen siendo la opción más eficaz para reducir emisiones hoy, no dentro de veinte años.

Y allí aparece el trasfondo ideológico. En buena parte del debate europeo, los biocombustibles no son discutidos por su desempeño ambiental, sino por su origen. Se los considera una tecnología “de transición” cuando, en realidad, son una tecnología de reducción. Pero no encajan en el relato del futuro “electrificado y sintético” que algunos defienden con fervor doctrinario. En ese marco, lo que debería ser una conversación sobre evidencias científicas se convierte en una disputa simbólica: lo que viene importa más que lo que funciona. Lo nuevo se impone sobre lo eficaz.
Y esa fascinación por el porvenir termina siendo funcional al statu quo: cuanto más se promete un futuro perfecto, más fácil resulta preservar el presente tal como está.

El problema no es la ambición, sino la falta de neutralidad tecnológica.
Cuando una sola ruta se presenta como moralmente superior —ya sea la eléctrica, la del hidrógeno o la del amoníaco—, el debate se empobrece y la transición se vuelve excluyente. La OMI, en su intento por ser audaz, terminó rehén de ese mismo idealismo: propuso un marco global que nadie sabe cómo aplicar, que divide más de lo que une, y que penaliza los avances concretos en nombre de un futuro hipotético. No hay nada más eficaz para inmovilizar a una industria que exigirle lo imposible.

En la lucha contra el cambio climático, las metas deben ser firmes, pero también realistas. No existe la descarbonización mágica, ni las soluciones perfectas. Lo que sí existen son caminos graduales, tecnologías intermedias, mejoras acumulativas. Los biocombustibles, con décadas de desarrollo, son parte de esa transición. Rechazarlos por no siempre ser “cero” equivale a renunciar a la reducción posible.

Quizás la verdadera lección del aplazamiento de la OMI sea que el futuro no se alcanza por decreto, sino por pasos concretos.
Y que, mientras sigamos confundiendo ambición con dogma, seguiremos acumulando marcos, estrategias y promesas que navegan hacia ningún puerto.

 
Emiliano Huergo
Emiliano Huergo
Apasionado por el potencial transformador de la bioeconomía. Director de BioEconomía.info, promotor de iniciativas que integran innovación, equidad y sostenibilidad. 👉 Ver perfil completo
 
 

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