martes, noviembre 4, 2025
 

Leer lo que está escrito en el aire: de una telaraña de Halloween a la nueva frontera de la bioeconomía

Una red inspirada en telarañas permite capturar ADN ambiental en el aire y detectar especies invisibles. Un avance clave para la biodiversidad y la bioeconomía.

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A simple vista, el aire parece vacío. Pero entre sus moléculas flotan rastros microscópicos de vida: escamas de piel, esporas, plumas, fragmentos de hojas, hebras de saliva, restos invisibles que los organismos dejan al pasar. En ese polvo suspendido viajan códigos. Huellas genéticas. Lenguas mudas que, si se saben escuchar, pueden contar todo lo que habita un lugar.
Esa escucha, que hasta hace poco era ciencia ficción, hoy es tecnología. Y no es un lujo. Es una necesidad vital para la bioeconomía.

Porque si algo enseña la transición hacia modelos productivos regenerativos es que no se puede cuidar lo que no se conoce. Y no se puede desarrollar una economía basada en lo biológico sin datos finos sobre lo que la biología realmente ofrece. La biodiversidad no es una postal ni un museo: es el software vivo que codifica resiliencia, innovación y sostenibilidad. Su monitoreo, lejos de ser un ejercicio académico, es infraestructura crítica. Y en ese marco, el ADN ambiental irrumpe como una revolución silenciosa.

Biodiversidad: capital natural, valor estratégico

La biodiversidad es la matriz funcional de la bioeconomía. Cada especie, cada relación ecológica, cada función biológica es un servicio potencial: polinización, control de plagas, filtrado natural de agua, estabilidad del clima, inspiración molecular para nuevos biomateriales o medicamentos.
Pero este capital no es renovable por defecto. Para que se regenere necesita hábitats, ciclos y equilibrio. Y hoy, esos equilibrios están en crisis.

Según datos del IPBES y WWF, desde 1970 hemos perdido más del 69% de las poblaciones de vertebrados silvestres. No se trata solo de especies icónicas. Se trata de perder funciones ecológicas, conexiones invisibles, resiliencias profundas. Se trata de perder posibilidades futuras.

La bioeconomía no puede prosperar en un páramo genético. Necesita diversidad funcional. Y para preservarla, necesita primero saber qué hay. Qué se mantiene. Qué se pierde.

Una selva viva que no solo resiste: propone, transforma y lidera

El problema de contar lo que no se ve

Monitorear biodiversidad ha sido, históricamente, una tarea ardua y limitada. Las cámaras trampa, los muestreos manuales, los censos visuales funcionan para una fracción del todo. Requieren tiempo, personal especializado, costos altos y, muchas veces, alteran lo que intentan observar.
Lo que no deja huella visible —lo pequeño, lo nocturno, lo subterráneo— queda fuera del radar. La imagen es siempre parcial.

Pero ¿y si el entorno pudiera registrar por sí mismo lo que ocurre en él? ¿Si en lugar de buscar a los organismos, escucháramos las marcas que dejan?

ADN ambiental: el archivo genético del paisaje

Cada organismo libera ADN al ambiente: en su tránsito, en su alimentación, en su respiración. Ese material, aunque fragmentado y disperso, puede recuperarse. Es el principio del ADN ambiental, o eDNA.
La técnica es simple en apariencia: se toma una muestra del entorno (agua, suelo, aire), se filtra, se extrae el ADN que contiene y se lo compara con bases de datos genéticos. Como un código de barras molecular, cada secuencia revela la presencia —pasada o reciente— de una especie.

Este método transformó la ecología de la última década. Es barato, no invasivo, y permite detectar especies con mayor sensibilidad que los métodos tradicionales. Se ha usado para confirmar erradicaciones de especies exóticas, monitorear restauraciones, detectar presencias esquivas, y validar indicadores de salud ecológica.
Pero tiene una limitación estructural: hasta ahora, la mayoría de las muestras se toman en agua.

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El agua, ese medio generoso

¿Por qué el eDNA funciona tan bien en medios acuáticos? Porque el agua actúa como conservante y distribuidor. Las partículas de ADN se dispersan, se mezclan, se estabilizan. Basta filtrar unos litros de río para capturar señales de peces, anfibios, insectos acuáticos y hasta mamíferos cercanos.
El medio líquido es continuo y cohesivo: lo que pasa en él se queda un tiempo, se mezcla, se puede atrapar.

Pero en tierra firme, todo cambia. El suelo atrapa el ADN de forma errática, lo degrada rápido, lo enmascara. Y el aire —ese medio tan amplio como efímero— parece inasible. ¿Cómo capturar huellas genéticas que flotan y se dispersan?

El aire también guarda memoria: nace el airDNA

En 2021, un experimento en un zoológico británico demostró que el aire podía ser una fuente de ADN. Con filtros y bombas de vacío, investigadores captaron señales genéticas de más de una docena de especies, desde monos a tigres. Era el inicio del airDNA: ADN ambiental suspendido en el aire.
Desde entonces, estudios en todo el mundo han confirmado que partículas biológicas —escamas, excrementos, fluidos, esporas— viajan en el aire y pueden recogerse. Lo que falta es capturarlas bien, sin dispositivos costosos ni logística pesada.

Ahí entra una idea inesperada: las telarañas.

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Arañas, redes y biomimética: una innovación sorprendente

Las telarañas son estructuras perfectas para interceptar lo que flota. Adhesivas, finas, resistentes, bien posicionadas. Investigadores comenzaron a estudiar si podían usarse como biofiltros naturales de airDNA. Y funcionó.
Pero no era escalable. Ni ético: las arañas cumplen funciones ecológicas clave —consumen hasta 800 millones de toneladas de insectos por año— y su recolección masiva sería perjudicial.

Entonces, Ang McGaughran y Manpreet K Dhami, dos biólogos de la Universidad de Waikato, en Nueva Zelanda, idearon una solución elegante: telarañas artificiales inspiradas en decoraciones de Halloween. Con hilos de nailon y polímeros, replicaron la estructura orbicular de las redes arácnidas.
Al desplegarlas en campo, compararon su eficacia con telarañas naturales y con métodos de eDNA en agua. Los resultados fueron asombrosos: las redes sintéticas capturaron ADN de especies terrestres con precisión comparable, incluyendo aves, mamíferos, insectos y hongos.

Además, permiten elegir sitio, duración, cantidad, frecuencia. Cuestan centavos. No requieren energía. Y se pueden fabricar en masa.

Tecnología al servicio de la bioeconomía

Esta innovación tiene implicancias directas para la bioeconomía. Porque sin datos no hay gestión. Y sin gestión no hay regeneración posible.
Con redes sintéticas baratas, comunidades pueden monitorear biodiversidad local; productores pueden evaluar polinizadores, reducir agroquímicos y certificar prácticas sostenibles; ONGs pueden validar áreas protegidas; inversores pueden auditar bonos de biodiversidad con evidencia genética.
Incluso la bioprospección —la búsqueda de compuestos útiles en organismos— se potencia: conocer qué hay en un bosque, incluso si no se ve, es el primer paso para explorarlo respetuosamente.

Esta es la infraestructura que el modelo bioeconómico necesita: sensores vivos, no invasivos, que permiten entender la dinámica del capital natural en tiempo real.

Cerrar el ciclo: una red para revelar, no para atrapar

En tiempos donde todo parece acelerarse, detenerse a escuchar lo que flota puede ser un acto político. Las telarañas sintéticas no cazan. No dominan. No reemplazan. Simplemente revelan.
Y en esa revelación, abren una puerta: la posibilidad de convivir con la vida sin dañarla. De medirla sin invadirla. De integrarla en una economía que, en lugar de consumirla, la necesita viva.

El ADN ambiental aéreo no es solo una técnica: es una forma nueva de pensar cómo habitamos el planeta. Y de tejer, poco a poco, una bioeconomía que respira al ritmo de la naturaleza.

 
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