La buena voluntad es un concepto que, en estos tiempos, parece ingenuo. En un mundo atravesado por intereses, tensiones geopolíticas y desconfianza, hablar de “buena voluntad” suena a gesto simbólico, casi naïf. Sin embargo, Kant la definía como el único bien absoluto: actuar movido no por la recompensa o la conveniencia, sino por convicción moral. Esa fue la idea que evocó mi padre, Héctor Huergo, el jueves pasado en la Bolsa de Cereales de Buenos Aires, al recibir de manos de Manuel Otero, Director General del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), el título de Embajador de Buena Voluntad. Y creo que no hay mejor manera de describir su vida y su trayectoria.
La distinción lo coloca en una lista de personalidades globales —premios Nobel, economistas, líderes regionales— que aportaron a causas de desarrollo sostenible en las Américas. Pero para mí, y sospecho que también para muchos de los que estuvimos ese día, la verdadera fuerza de este reconocimiento está en el recorrido que lo sustenta. Porque detrás del diploma no hay un gesto protocolar, sino la validación de medio siglo de militancia periodística y técnica para mostrar que el agro argentino podía ser distinto: más productivo, más innovador, más sustentable.
Cuando en 1972, siendo todavía estudiante de Agronomía, se sumó a Clarín Rural, la agricultura argentina estaba en retroceso. Sembrábamos 20 millones de hectáreas y cosechábamos 30 millones de toneladas. El atraso tecnológico nos dejaba cada vez más lejos de los países desarrollados. En ese contexto, su trabajo no fue el de un cronista neutral, sino el de un militante convencido de que había que contar otra historia: la de los productores que volvían exasperados de sus viajes al exterior al ver la brecha tecnológica; la de los técnicos del INTA y de las universidades que traían nuevas ideas; la de los pioneros que se animaban a probar técnicas distintas.
Esa narrativa, que entonces parecía contracultural, fue parte del proceso que terminó multiplicando por cinco la producción agrícola argentina en apenas cuatro décadas. No fueron solo la siembra directa, el silo bolsa, la irrupción de la soja, o la intensificación ganadera. Fue también la construcción de autoestima de un sector que pasó de ser caricaturizado como rezago del pasado a convertirse en el motor de la economía. Y en esa construcción, la pluma de mi viejo fue decisiva.
No se limitó a contar lo que ya pasaba: se adelantó. Puso en agenda los biocombustibles cuando eran apenas una rareza, introdujo la fibra de carbono a un agro dominado por el acero, habló de la bioeconomía cuando el término ni existía en nuestro vocabulario, convenció de que la ciencia y la innovación no eran amenazas, sino caminos de progreso. Muchas de esas batallas las dio prácticamente en soledad, soportando la incomprensión y hasta la burla. Pero nunca retrocedió.
Martín Piñeiro, ex director del IICA, lo resumió en una frase: «Ha tenido una gran visión de futuro. Fue pionero en advertir el rol de las tecnologías en la actividad agrícola y ha tenido una enorme influencia en el desarrollo del sector en el país«.
Yo crecí viendo esa obstinación. No había viaje familiar en que no nos desviáramos para entrar a un campo y preguntar por una máquina, un cultivo, o cualquier detalle que llamara su atención desde la ruta. Conversaba con el tractorista, el agrónomo, o el productor. Obtenía datos y experiencias. Era un hábito, su forma de construir un puente, de llevar las ideas y las necesidades del campo a las fábricas de implementos. Y así, un viaje de Junín a San Rafael, podía implicar un desvío a Bell Ville solo para ver como avanzaba un desarrollo tecnológico. Los 700 km se convertían en 1200.
A mis once años, me preguntó si quería acompañarlo a Brasil. Yo fui pensando en los «Garotos», era todo lo que sabía de Brasil. El destino era São Sepé, un pueblo rural cerca de Porto Alegre. Fue una reunión de una hora, creo que por una cargadora de rollos. Esperé en el auto. “Listo, volvemos”. El único momento en que pisé suelo brasileño fue en la aduana. No hubo Garotos: solo 2.500 km ruta. Años más tarde me di cuenta de que ese viaje, en toda su absurda simpleza, resumía la pasión y el motor de toda su vida.
Y no puedo negar cuánto me marcó. En buena medida, mi propia vocación por la bioeconomía —este esfuerzo de mostrar que detrás de cada innovación hay una oportunidad de desarrollo sostenible— es heredera directa de esa militancia. Si yo hablo de biocombustibles, de transición energética, de materiales, químicos, huella de carbono o de seguridad alimentaria, es porque aprendí de él que comunicar no es un ejercicio de neutralidad distante, sino una forma de comprometerse con el futuro.
El jueves, cuando lo vi recibir la distinción rodeado de familiares, colegas, empresarios, dirigentes y amigos, sentí algo más que orgullo de hijo. Sentí la confirmación de que esa “buena voluntad” que lo movilizó toda su vida no fue ingenua ni naïf. Fue transformadora. Hizo posible que la agricultura argentina se pensara a sí misma de otra manera y que el país encontrara, en el agro, un horizonte de modernización y de inserción global.
Manuel Otero lo resumió perfectamente: “Huergo es quien mejor interpreta la nueva narrativa que necesita el agro argentino y el de toda América Latina para mostrar a la sociedad la verdadera cara del sector en nuestro continente.»
Hoy, frente a los desafíos de la crisis climática y la transición energética, el título de Embajador de Buena Voluntad adquiere un nuevo sentido. Porque si algo necesitamos es precisamente eso: voluntad de creer en un futuro mejor, y de actuar en consecuencia, aunque no sepamos si la recompensa llegará pronto. Esa es la lección que me deja mi padre. Y es, también, la que quisiera transmitir a quienes seguimos transitando este camino.