¿Qué tienen en común los restos de kiwis, los troncos de pino radiata y el suero lácteo sobrante de la producción de quesos? En la ciudad de Rotorua, Nueva Zelanda, la respuesta es simple y ambiciosa: todos pueden convertirse en adhesivos industriales, bioplásticos, productos farmacéuticos, químicos especiales o suplementos nutricionales. Y no se trata de un experimento aislado, sino de una apuesta estratégica por reconfigurar el lugar de este país oceánico en la economía global a través de la bioeconomía.
En 2026, Rotorua será sede de una novedosa biofábrica de escala comercial que promete cambiar las reglas del juego. Con una inversión inicial de 63 millones de dólares neozelandeses (unos 37 millones de dólares estadounidenses), el proyecto busca transformar residuos de bajo valor en productos avanzados con alta demanda internacional. Su potencial es enorme: según sus impulsores, podría generar hasta 50.000 millones de dólares estadounidenses en nuevas exportaciones, duplicando el volumen actual del país.
Rotorua, un ecosistema privilegiado para la materia prima biológica
Rotorua no es una ciudad cualquiera. Ubicada en la Isla Norte de Nueva Zelanda, en una región volcánica y geotermal, se encuentra rodeada de densos bosques comerciales, extensos campos agrícolas y zonas de producción frutícola y láctea. Esa combinación la convierte en un punto neurálgico para el abastecimiento de biomasa: madera, frutas, verduras, productos lácteos, e incluso algas marinas. Todo ese material —actualmente tratado como residuo o exportado sin procesar— será la materia prima de esta nueva planta.
La biofábrica se construirá dentro del campus de Scion, uno de los principales institutos públicos de investigación científica y tecnológica de Nueva Zelanda. Especializado en el desarrollo de soluciones a partir de fibras de madera, polímeros biodegradables, embalajes sostenibles y bioenergía, Scion jugará un papel central como articulador entre ciencia, industria y mercado.
Según Alec Foster, quien lidera el portafolio de bioproductos y empaques en el recién formado Bioeconomy Science Institute, el objetivo es claro: “Estamos buscando convertir cualquier tipo de biomasa que Nueva Zelanda produce. Todo lo que hoy hacemos a partir del petróleo se puede hacer con un árbol”. Bajo esa lógica, el modelo de producción está pensado para maximizar la versatilidad: procesará cualquier tipo de biodesperdicio utilizando seis tecnologías distintas de separación, tratamiento y conversión bioquímica.
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De la ciencia al mercado: un modelo para escalar y replicar
Lejos de limitarse al plano académico, la biofábrica apunta a ser un eslabón fundamental en la cadena de industrialización. Será una planta piloto en escala comercial, es decir, capaz de generar volúmenes suficientes de nuevos materiales como para ser probados directamente en líneas de producción reales. Esto permitirá que empresas locales puedan testear fórmulas, validar procesos y luego, si los resultados son positivos, construir sus propias fábricas independientes.
“Esto no es ciencia, es ingeniería”, remarca Foster. “Demasiado de nuestro trabajo se queda en el laboratorio. Lo que buscamos es catalizarlo para transformarlo en nuevas compañías innovadoras”. La analogía no es menor: la experiencia internacional demuestra que este tipo de infraestructuras puede cambiar por completo el perfil económico de una ciudad. Foster cita como ejemplo el caso de Sydney, en Nueva Escocia (Canadá), una localidad del tamaño de Rotorua que, tras perder su industria papelera, invirtió en biotecnología y logró atraer a más de 40 nuevas empresas del sector.
De exportar troncos a exportar conocimiento
Uno de los principales impulsores de la iniciativa es Timberlands, una empresa forestal estatal que administra el Kāingaroa Forest, el mayor bosque de producción de Nueva Zelanda. Su director ejecutivo, Ryan Cavanagh, explica que el modelo actual de negocio está agotado: la mayoría de los troncos neozelandeses se exportan a países como China, Corea del Sur y Japón, donde son procesados a bajo costo, dejando escaso valor en origen.
“Hoy enviamos un producto que nadie quiere, con un 50% de agua, a un precio de cientos de dólares por tonelada. En cambio, si ingresamos a la bioeconomía, hablamos de productos que valen miles de dólares por tonelada”, explica Cavanagh. Su visión es ambiciosa: duplicar la productividad del bosque hacia 2050, generando cinco millones de toneladas adicionales de madera para 2060. Pero para eso, el país necesita nuevas industrias que puedan absorber esa biomasa localmente.
Y es ahí donde entra la biofábrica. No solo como solución productiva, sino como plataforma de cambio estructural. “El desafío no es solo hacer productos. Es hacer productos que la gente quiera. Y eso requiere cambiar el modelo”, advierte Cavanagh. El enfoque no es fabricar primero y buscar mercado después, sino co-diseñar con empresas que ya tengan clientes e intereses concretos. Las industrias de nutracéuticos, química fina, alimentos funcionales, adhesivos y bioplásticos ya mostraron interés.
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Hacia una economía del conocimiento intensiva en biomasa
El potencial de la biofábrica no termina en los productos tangibles. Según Foster, también puede dar origen a nuevos sectores de servicios, consultoría, propiedad intelectual y formación técnica, consolidando una economía basada en el conocimiento. En ese marco, Nueva Zelanda tiene una ventaja estructural: es excelente produciendo biomasa. Pero hasta ahora no ha sabido aprovecharla como fuente de valor estratégico.
Con este proyecto, busca posicionarse entre los países que lideran la transición hacia una bioeconomía posfósil. Al igual que Estados Unidos, Australia o la Unión Europea, Nueva Zelanda reconoce que el tiempo del petróleo está llegando a su fin, y que el futuro pasa por aprender a transformar los residuos del presente en los recursos del mañana.


