Esta columna no es para los productores. No es para los empresarios del campo, ni para los lectores interesados en la bioeconomía. Esta columna es para vos, que sos político. Para vos, que ocupás una banca en el Congreso, un ministerio, una secretaría, una concejalía, un cargo en cualquier escalón del poder, en cualquier provincia, en cualquier pueblo. Vos que tenés la responsabilidad —y muchas veces también la oportunidad— de influir en el rumbo económico del país.
No quiero hablarte desde la bronca. Quiero hablarte desde una conversación real. El sábado, en una reunión entre amigos, me crucé con un concejal del interior. Un tipo formado, con apellido fuerte en la política local. Además, propietario de un campo alquilado a terceros.
En la charla, mientras discutíamos la baja de retenciones que el Gobierno implementó durante tres días para estimular la liquidación de divisas, defendió con uñas y dientes el esquema de retenciones.
“El campo es más competitivo que otros sectores”, me dijo. “Hay que usar sus recursos para ayudar a otras industrias que están más postergadas”.
También sostuvo que bajar retenciones implica un costo fiscal. Sí, lo repito porque lo escribí bien: que bajar retenciones implica un costo fiscal. Ese argumento, que lo escuché hasta el hartazgo en los debates parlamentarios sobre biocombustibles —exentos porque, a diferencia de los fósiles, no contaminan y son renovables—, refleja la lógica más perversa de la política: asumir que la renta de las empresas es patrimonio del Estado. ¿Cómo puede ser un costo fiscal algo que simplemente se deja de recaudar? Costo fiscal es otra cosa, pero mejor dejemos esto acá. Volvamos a la charla con el concejal.
Y entonces le pregunté: ¿y si de pronto otro sector florece y se vuelve eficiente, también le vas a poner retenciones?
Me dijo que sí.
Para la mayoría de ustedes, las retenciones son eso: un impuesto a la eficiencia. Una definición con la que Claudio Molina ironizó hace años, y que hoy, increíblemente, se ha convertido en lógica política.
Ahí entendí que el problema es mucho más profundo de lo que pensaba. Porque no es un tema técnico, ni fiscal, y hasta quizás, ni siquiera ideológico. Es una forma de ver el mundo: transformar en lógica de poder lo que debería ser un absurdo.
La eficiencia, para ustedes, no se premia.
Se grava.
Se castiga.
Porque produce.
Porque genera.
Porque no depende del Estado.
Y entonces, en vez de tomar esa fuerza como base para construir un país más fuerte, lo convierten en caja. Lo exprimen.
En Radio Mitre, Juan Pazo —titular de la agencia ARCA— lo dijo con todas las letras. Defendió la baja temporal de retenciones afirmando que “sirvió para defender la moneda”, que “ordenó la crisis cambiaria” y que “repercutió en toda la economía”.
Pero lo más contundente vino después. Contó que el día antes de la medida, había cero barcos anotados para cargar en los puertos argentinos en octubre. Y que tras el anuncio, se llenaron todos los slots hasta fin de diciembre.
«Eso es trabajo para estibadores, camioneros, negocios de la zona«, dijo. Y agregó: «Los 7 mil millones de dólares que se adelantaron vuelven a la producción, porque los productores invierten, fertilizan, compran tecnología«.
¿Te das cuenta de lo que eso significa? Lo escuchaste. El propio Estado reconoce que bajar las retenciones reactiva la economía, le da trabajo a miles de personas, mejora la recaudación y genera crecimiento real.
Entonces, a vos, político, te pregunto: ¿hasta qué punto de crisis tenemos que llegar para que entiendas que castigar la eficiencia es condenarnos al estancamiento?
Y a usted, señor ministro de Economía: si escuchó a su propia mano derecha en recaudación, ¿qué carajo está esperando?


