lunes, noviembre 10, 2025
 

De la épica legislativa al fallo de Nueva York: una lección para repensar la soberanía energética… y mucho más

El fallo de Nueva York por la expropiación de YPF no solo expone errores jurídicos. Refleja una forma de hacer política energética basada en la épica, el oportunismo y el blindaje corporativo. En esta columna, Emiliano Huergo propone repensar la soberanía energética desde una mirada federal, inclusiva y bioeconómica.

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En 2012, cuando el gobierno expropió el 51 % de las acciones de YPF en manos de Repsol, lo hizo con apuro y sin cuidar los aspectos técnicos ni jurídicos. La prioridad no era hacer una buena ley, sino capitalizar políticamente un gesto cargado de simbolismo: ‘recuperar la soberanía energética‘. La propuesta generó entusiasmo en sectores militantes, tuvo buena prensa, y rápidamente se transformó en una épica. Algunos legisladores — como Adolfo Rodríguez Saá y Federico Pinedo— advirtieron que la maniobra estaba mal planteada y podía traer consecuencias graves. Pero fueron minoría. La mayoría acompañó, aun sabiendo que la expropiación estaba mal instrumentada. Lo hicieron por cálculo: para quedar bien con la conducción política, con la militancia o con la historia. En política, a veces es más rentable sumarse a la euforia que advertir sobre el costo.

Hoy, esa misma participación accionaria, adquirida bajo el estandarte de la soberanía, deberá ser transferida a fondos internacionales por orden de una jueza de Nueva York. El fallo, aunque apelable, es claro: la Argentina debe pagar USD 16.100 millones por una expropiación mal ejecutada. Lo que se celebró como un acto de independencia termina cobrándose como deuda. Y la soberanía que se proclamó con entusiasmo en el Congreso… se ejecuta ahora en una corte extranjera.

Pero el problema no fue solo jurídico. Fue —y sigue siendo— una forma de ejercer el poder que prioriza el impacto inmediato por sobre cualquier visión de país. Un estilo político que disfraza decisiones de conveniencia como gestas patrióticas, y que muchas veces usa al Congreso como caja de resonancia de intereses personales. Se vota lo que conviene políticamente: para no incomodar al bloque, para escalar dentro del partido, o para evitar quedar pegado al lugar “incorrecto” cuando la historia se escriba. El costo de una mala ley parece menos importante que el costo de no acompañarla. Y lo más grave: ese oportunismo casi nunca se paga. No hay consecuencias. No hay sanción política. Porque muchas veces, ni siquiera la ciudadanía exige que las haya.

Y así se naturaliza algo todavía más grave: que, si el viento sopla en otra dirección, esos mismos legisladores puedan votar lo contrario sin que se les mueva un pelo. Ejemplos sobran. Pasó con YPF —de la privatización en los noventa a la estatización en 2012—, pero el caso de la Ley de Biocombustibles en 2021 fue aún más llamativo: el giro se dio apenas semanas después de haber votado lo contrario.

En octubre de 2020, la Cámara de Senadores aprobó por unanimidad —70 votos afirmativos y solo dos ausentes— un proyecto impulsado por la senadora oficialista María de los Ángeles Sacnun. La iniciativa prorrogaba por cuatro años la Ley 26.093, que establecía cortes mínimos de biodiésel en 10 % y de etanol en 12 %. Fue un respaldo transversal, categórico, inusual en la dinámica polarizada del Congreso. Sin embargo, y a pesar de semejante contundencia, el proyecto nunca llegó a tratarse en Diputados. Un hecho tan llamativo como revelador del modo en que se decide —o se frena— una política pública, incluso frente a un respaldo unánime.

Algunos meses más tarde, el mismo oficialismo presentó y logró la aprobación de una nueva iniciativa. Esta vez, fue redactada por el diputado Marcos Cleri, también del Frente de Todos, y establecía una reducción a la mitad del corte obligatorio de biodiésel. Además, otorgaba a la Secretaría de Energía amplias facultades para intervenir en porcentajes y precios.

Incluso Sacnun —autora del proyecto de continuidad de la Ley 26.093— votó a favor de esta nueva ley, que desmantelaba los mismos cortes mínimos que ella misma había defendido pocos meses antes. Sin explicaciones. Sin debate público. En la Argentina, cambiar de posición rara vez exige una justificación. Parece alcanzar con adaptarse al nuevo alineamiento.

Mientras el Estado —desde el Congreso, el Ejecutivo o la Secretaría de Energía— desmantelaba de forma gradual el marco que sostenía a los biocombustibles, el país seguía, y sigue, importando grandes volúmenes de combustibles fósiles. No se amplió la capacidad de refinación. No se diversificó la matriz energética. Y lo que se proclamó como un acto de soberanía terminó consolidando un modelo fósil: caro, ambientalmente regresivo, dependiente —especialmente de combustibles líquidos importados— y cada vez más concentrado.

Las alternativas más sostenibles, como los biocombustibles, no fueron desplazadas por ineficiencia o inviabilidad técnica. Fueron marginadas porque disputaban espacio en un mercado dominado. YPF, que concentra más del 60 % de la producción nacional de combustibles, fue protegida por una legislación que perjudicó directamente a más de 50 plantas distribuidas en diez provincias —en su mayoría pymes de capitales 100 % argentinos, salvo contadas excepciones—. La soberanía declamada terminó funcionando como un blindaje corporativo. Y costoso.

Mientras en Argentina se reducen alternativas y se protege la concentración, Brasil ofrece un contraste doloroso. Petrobras —cuya mayoría accionaria también está en manos del Estado, con un 50,3 % de los derechos de voto— produce más petróleo que YPF. Pero, a diferencia del caso argentino, la política energética brasileña no gira en torno a una sola compañía. Se apoya en una red amplia, diversa y federal que incluye al agro, a las pymes, a la industria regional y a cientos de actores distribuidos en todo el país.

Hoy conviven en Brasil más de 200 ingenios de caña de azúcar, al menos 20 plantas de etanol de maíz —muchas de ellas duales—, más de 30 en construcción y 55 de biodiésel. El sector bioenergético es robusto, dinámico y descentralizado. Una matriz que no solo apuesta al etanol y al biodiésel, sino que también integra biometano y biomasa residual —como el bagazo de caña— en su esquema de generación. A partir de agosto, la mezcla obligatoria de etanol en las naftas será del 30 %, que se suma al uso masivo de vehículos flex. Gracias a esta combinación de cortes y tecnología, en los tanques brasileños circula una mezcla real que ronda el 50 % entre etanol y gasolina, y un 15 % de biodiésel en el diésel.

Esa lógica de equilibrio se refleja incluso en las decisiones más recientes. Petrobras desarrolló años atrás una tecnología que permite procesar aceites vegetales junto con petróleo en sus refinerías, en el propio proceso de producción de diésel. A partir de esa innovación lanzó el Diesel R, un producto con un 10 % de contenido biológico integrado desde la refinería. En 2023, solicitó que ese porcentaje fuera computado como parte del corte obligatorio de biocombustibles.

El Congreso rechazó la propuesta. ¿Por qué? Para evitar que una sola empresa —por más estatal que sea— incremente su participación en un mercado que moviliza a cientos de productores, cooperativas y pymes en todo el territorio brasileño.

Como la propuesta fue denegada, el Diesel R deberá respetar el mismo corte que cualquier otro diésel en Brasil: un 15 % de biodiésel agregado fuera de refinería. Eso significa que llegará al surtidor con un contenido biológico neto del 23,5 %: producto de ese 15 % más el 10 % ya incorporado en su formulación. Una cifra que dice mucho más que cualquier discurso.

Porque en Brasil, la política energética se regula. En Argentina, se improvisa.

La lógica de la improvisación local no solo se traduce en decisiones erráticas: también se manifiesta en cómo se asignan los recursos. En lugar de incentivar sectores diversos y estratégicos, el Estado concentra sus esfuerzos en sostener a los jugadores dominantes.

El tren a Vaca Muerta —presentado como indispensable para la competitividad energética— fue licitado sin éxito en cuatro oportunidades. Ninguna de las empresas que opera en la zona mostró interés real en invertir. Finalmente, como tantas veces ocurre en el sector petrolero, lo financió el Estado. Lo mismo pasó con los gasoductos, como el Néstor Kirchner: obras millonarias que solo avanzan cuando el dinero público las hace posibles. Siempre con una misma justificación: que sin ellas no hay futuro, ni desarrollo, ni soberanía.

Mientras tanto, los camiones que transportan granos a las plantas de crushing o a las destilerías de etanol circulan por rutas destruidas, caminos rurales intransitables y accesos portuarios sin modernización desde hace décadas. La agroindustria —que no recibe subsidios, genera divisas, empleo y tecnología, y paga más impuestos que cualquier otro sector— no accede a una sola obra estructural pensada para mejorar su competitividad. La única forma en que el Estado aparece es para apretar: para exigir la liquidación de divisas, para tapar los baches de caja del gobierno de turno.

Y lo más paradójico: no estamos hablando de un sector emergente ni de un proyecto a futuro. La Argentina ya cuenta con más de 50 plantas de biocombustibles distribuidas en diez provincias. La mayoría son pymes o cooperativas, de capitales nacionales y con una década de trayectoria. Un entramado federal, descentralizado y probado. Pero que, lejos de recibir apoyo, es empujado al margen.

Ejemplos como ACA Bio —una cooperativa de segundo grado que agrupa a más de 50.000 productores de nueve provincias— o Bio4 —una iniciativa de 25 productores de Río Cuarto— muestran que hay un modelo posible. Que se puede combinar asociativismo, tecnología y visión de largo plazo. Bio4, de hecho, no solo produce bioetanol: genera biogás, inyecta electricidad a la red nacional y exporta tecnología desarrollada localmente.

Claro que hay más ejemplos, en distintas provincias, con diferentes escalas y modelos de gestión. Pero el punto es otro: todos forman parte de un universo productivo que demuestra viabilidad, compromiso ambiental y capacidad de innovación. Y, sin embargo, permanece invisible para la política pública.

Este ecosistema contrasta con el de la refinación de petróleo. En el downstream argentino operan 11 empresas, pero solo tres concentran más del 90 % de la producción. Y una sola explica más del 60 %. Una matriz concentrada, con fuerte respaldo estatal, que convive con otra —la bioenergética— donde abundan los actores, pero escasea el apoyo. Más diversa. Más distribuida. Pero abandonada.

Más que para ajustar cuentas con el pasado, el fallo por YPF debería servir para repensar qué entendemos por soberanía.

Porque la verdadera soberanía energética no se mide por la cantidad de petróleo que se extrae ni por quién controla una empresa, sino por la capacidad de aprovechar nuestras fortalezas productivas, de integrar a todos los actores que aportan valor al sistema, y de diversificar la matriz con inteligencia, visión federal y mirada de largo plazo.

No se trata de optar entre lo público y lo privado, ni entre lo nacional y lo extranjero. Es hora de abandonar los prejuicios ideológicos, de superar los alineamientos automáticos, y de diseñar políticas que reconozcan el valor estratégico de capacidades muchas veces ignoradas por no pertenecer al círculo de poder.

Los biocombustibles no deberían quedar al margen de esa visión. No por ideología ni por marketing verde. Sino porque permiten reducir importaciones, generar empleo en el interior, movilizar economías regionales, dinamizar encadenamientos productivos y construir una matriz más limpia, moderna y resiliente.

Una soberanía real se construye sin privilegios, con reglas claras y con voluntad de integrar. Es la que apuesta a sumar, no a excluir. A distribuir, no a concentrar.

Y para eso, hacen falta dirigentes dispuestos a pensar en el país que dejan, no solo en el cargo al que aspiran.

 
Emiliano Huergo
Emiliano Huergo
Apasionado por el potencial transformador de la bioeconomía. Director de BioEconomía.info, promotor de iniciativas que integran innovación, equidad y sostenibilidad. 👉 Ver perfil completo
 
 

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