jueves, noviembre 6, 2025
 

La nueva frontera de la movilidad sustentable

En la Semana de la Movilidad Sustentable, Emiliano Huergo comparte su historia personal con los biocombustibles y analiza los desafíos y oportunidades del SAF.

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Cada año, entre el 16 y el 22 de septiembre, se celebra en todo el mundo la Semana de la Movilidad Sustentable. Nació como una invitación a repensar cómo nos movemos en las ciudades, con el foco puesto en reducir emisiones, descongestionar el tránsito y recuperar el espacio público. Esa sigue siendo, en gran medida, la agenda dominante: bicicletas, colectivos, autos eléctricos, ciclovías.
Pero hay otra movilidad que también importa. Una movilidad menos visible, menos fotogénica, pero igual de decisiva: la de los bienes, los alimentos, la energía. La que sostiene el aparato productivo, el comercio interior, las economías regionales. La que define —en gran parte— qué modelo de país queremos construir.
Por eso, esta semana me pareció una buena excusa para compartir una historia. Una historia personal. Una que comenzó hace más de treinta años, cuando hablar de biocombustibles parecía una rareza, y que hoy vuelve a cobrar fuerza frente a un nuevo desafío: encontrar soluciones reales para descarbonizar, sin resignar desarrollo. Porque de eso hablamos, en el fondo, cuando hablamos de movilidad sustentable.

Corría 1994. Mi padre, Héctor Huergo —referente del periodismo agroindustrial en Argentina, tanto desde Clarín como desde Canal Rural—, acababa de regresar de un viaje a Francia. Había estado en el Salón Internacional de la Maquinaria Agrícola (SIMA), en París, y por entonces presidía el INTA. Volvió fascinado con una experiencia que había conocido allá: un grupo de productores franceses estaban empezando a utilizar un combustible nuevo, elaborado a partir de colza. Se llamaba Diester. Traía el entusiasmo de quien vio el futuro, algo posible, algo que se podría adaptar acá. «Esto es genial. Hay que hacerlo en Argentina —me dijo— pero con aceite de soja«. Y enseguida me lanzó la invitación: “¿Por qué no te ponés a investigar el tema?”.
La soja empezaba a perfilarse como una potencia proteica. Y el aceite estaba ahí, con poco destino. Era una oportunidad que valía la pena explorar.

Yo tenía 21 años y estaba en la facultad. Me puse manos a la obra. No existía Google. No había mucho de dónde rascar, pero conseguí una edición de una revista especializada en aceites y grasas y ahí estaba el Diester. Explicaba que había sido un desarrollo conjunto del Institut Français du Pétrole y Sofiprotéol, la sociedad vinculada a la industria de aceites y proteínas. Descubrí también que se trataba de una mezcla: un 30% de biodiésel y un 70% de gasoil. La revista contaba que en Francia estaba por inaugurarse la primera planta de escala industrial del mundo. 150.000 toneladas por año de biodiesel. Y ahí me di cuenta de que esto iba en serio. Ahora, solo restaba averiguar qué era el biodiésel. Pero eso fue más fácil.

A las pocas semanas, apareció la oportunidad perfecta: en una materia técnica nos pidieron simular un proyecto industrial completo. Había que hacer un estudio de mercado, definir la escala, elegir el lugar de emplazamiento, considerar la logística, el acceso a materias primas, la mano de obra, los servicios, y después resolver los aspectos de la ingeniería. Casi todos elegían rubros tradicionales: cervecerías, lácteas, metalmecánicas. Yo llevé mi propuesta con el entusiasmo intacto: una planta de biodiésel a partir de aceite de soja.
El profesor me hizo dos preguntas que me desarmaron: ¿Cuánto cuesta el aceite? ¿Cuánto cuesta el gasoil? En ese entonces, el aceite de soja estaba cerca de los 700 dólares la tonelada. El gasoil, a 35 centavos de dólar el litro. Y el biodiésel, que es básicamente 90% aceite, no podía competir. Ni llegué a desarrollar el proyecto. Me lo bajaron de entrada. “Esto no va a andar —me dijo—. Búsquese otra cosa”.

Tiempo después, conversando con mi viejo, le conté lo que había pasado. Y entonces él me confesó algo que no sabía. En aquel viaje había conseguido que una de las plantas piloto que se usaron para desarrollar el Diester —un container con todos los equipos— fuera donada al INTA. Solo había que pagar el flete. Pero el Consejo Directivo lo rechazó. El argumento era el mismo: que era inviable, que el gasoil era mucho más barato. Ese revés fue determinante para dejar su cargo. No porque no entendiera el razonamiento, sino porque sí entendía el potencial.
Sin haberlo planificado, compartimos la misma frustración. Dos generaciones que, por caminos distintos, habían llegado al mismo punto: el biodiésel no tenía lugar.

Treinta años después, la historia demuestra lo contrario. Más de la mitad del aceite de soja producido en Estados Unidos se destina hoy a la elaboración de biocombustibles para el transporte. No porque el aceite se haya abaratado, sino porque las reglas de juego cambiaron. Lo que entonces era “más caro” se volvió necesario.
La agenda climática reconfiguró el tablero. El transporte es responsable de una cuarta parte de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Pero la movilidad no puede frenar. Las personas, las mercancías, las economías, necesitan seguir circulando. Y frente a esa urgencia, los biocombustibles ofrecieron una ventaja insoslayable: eran una solución inmediata. No requerían cambios tecnológicos profundos. No exigían infraestructura nueva. No implicaban rediseñar motores ni redes logísticas. Solo necesitaban decisión política.

Así se avanzó con mandatos de mezcla obligatoria, y los biocombustibles pasaron a ser parte estructural de la matriz energética en muchos países, incluida la Argentina. En nuestro caso, ese recorrido tampoco fue sencillo: hubo un trabajo incansable de referentes como Claudio Molina desde la Asociación de Biocombustibles e Hidrógeno, que marcaron un camino con una representación civil inédita en el sector. Esa es una historia que merece su propia columna. Por ahora, mantengamos el foco en intentar comprender cómo la movilidad sustentable encontró en los biocombustibles una respuesta inmediata. Ese impulso global, sin embargo, duró poco.

El marketing de “cero emisiones” disparó la ola eléctrica. Los biocombustibles empezaron a ser vistos como una distracción frente a lo que iba a descarbonizar “de verdad”. Europa lideró ese cambio de rumbo: limitó los mandatos, impuso nuevas restricciones y redirigió fondos hacia tecnologías “de emisión cero”. Tecnologías que, conviene aclarar, también tienen huella propia según cómo se produzca la electricidad o el hidrógeno, y que además requieren millonarias inversiones en infraestructura y el recambio completo de las flotas. Como era de esperar, los resultados vienen siendo mucho más lentos de lo proyectado.
Mientras tanto, los biocombustibles fueron responsables del mayor aporte concreto a la descarbonización del transporte en las últimas dos décadas. Y podrían haber hecho mucho más, si no se los hubiese discriminado sistemáticamente. Lo analizamos en detalle en esta esta columna nota “El costo ambiental de haber discriminado a los biocombustibles”.

Y aun así, siguen siendo maltratados. Incluso en Argentina, donde la política muchas veces no distingue entre lobby e innovación. El biodiésel argentino —lo digo con conocimiento de causa— ha sido relegado una y otra vez, sin razones técnicas, sin evaluación integral, solo por alineamientos circunstanciales. Y lo más grave es que no se lo reemplaza por algo mejor, sino que simplemente se lo deja caer.

Hoy estamos otra vez frente a una nueva frontera, como hace 30 años con el biodiésel. El SAF —combustible sustentable para aviación— es una necesidad urgente para descarbonizar un sector que no tiene alternativas viables en el corto y mediano plazo. No habrá aviones eléctricos de línea. Y los compromisos internacionales ya están fijados: las aerolíneas, nucleadas en IATA, apuntan a la neutralidad en 2050, la OACI implementó el sistema CORSIA, la Unión Europea establece cuotas crecientes de SAF, y Estados Unidos otorga incentivos concretos a través del Inflation Reduction Act. Esta vez, no es solo una idea interesante. Es una señal clara del mercado.

La tecnología más madura hoy es el HEFA, que utiliza aceites vegetales para producir un combustible aeronáutico de altísima calidad. Y lo mejor es que, con poca inversión, se puede elaborar en las mismas refinerías de petróleo. Pero eso requiere nuevos cultivos. El modelo ya no puede basarse exclusivamente en el aceite de soja. Se necesitan oleaginosas de ciclo corto, de baja huella de carbono, que puedan sembrarse como cultivos de servicio o dobles cultivos, sin deforestación ni desplazamiento de otros. Y ahí aparece una oportunidad concreta: camelina, carinata, colza. Cultivos que pueden adaptarse a la región, que permiten certificar sostenibilidad y que pueden insertarse en esquemas de créditos de carbono.

América del Sur —y Argentina, en particular— tiene lo que se necesita: tierras disponibles, know-how agroindustrial, infraestructura instalada, capacidad de certificación. Incluso una ventaja comparativa: podemos hacer bien las cosas desde el principio.
Ya nos pasó una vez: lo primero que dijimos fue que no iba a andar. Perdimos tiempo. Después lo hicimos, bastante bien, pero duró poco y hoy estamos desenfocados de nuevo, mientras el mundo avanza en esta dirección.

Ahora estamos ante una nueva ola. Esta vez con el mercado bien definido, las reglas claras y las oportunidades sobre la mesa. Lo que falta es convencernos de que este camino —que exige aprendizaje, nuevos cultivos, desafíos agronómicos— también es nuestro. Hay que incorporar las brassicas, adaptarlas, integrarlas. Y no perder discutiendo entre un biocombustible u otro, sino avanzar con todos: los que están y los que vienen. Porque tenemos todo para convertirnos en los motores de una movilidad sostenible que ya no es solo urbana ni futurista: es real, es global y nos necesita. Por tierra, por aire y por agua.

 
Emiliano Huergo
Emiliano Huergo
Apasionado por el potencial transformador de la bioeconomía. Director de BioEconomía.info, promotor de iniciativas que integran innovación, equidad y sostenibilidad. 👉 Ver perfil completo
 
 

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