Una nueva frontera está a punto de abrirse en el comercio global, y no se trata de una barrera física, sino de una contable, ambiental y profundamente política. A partir del 1 de enero de 2026, cualquier empresa que quiera vender acero, fertilizantes, aluminio, cemento o hidrógeno a la Unión Europea deberá pagar por el carbono contenido en esos productos. Así se pone en marcha el Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono (CBAM, por sus siglas en inglés), una política sin precedentes que podría reconfigurar no solo los flujos comerciales del planeta, sino también el tablero diplomático de la transición energética.
El CBAM representa la culminación de una idea largamente discutida en foros climáticos y económicos: si un país impone costos ambientales a sus industrias para reducir emisiones, pero permite la entrada libre de productos extranjeros más contaminantes, no solo perjudica a sus empresas, sino que fomenta lo que se conoce como “fuga de carbono”. Es decir, la deslocalización de fábricas hacia países con regulaciones más laxas. Para evitarlo, Europa decidió ponerle precio al carbono también en sus importaciones. Y lo hará con una rigurosidad fiscal comparable a cualquier arancel aduanero tradicional.
Un sistema que simula el mercado europeo de carbono
El funcionamiento técnico del CBAM se basa en el sistema de comercio de emisiones (ETS, por sus siglas en inglés) que la UE aplica desde 2005 a sus industrias más intensivas en CO₂. Bajo ese esquema, las empresas europeas deben comprar derechos para emitir gases de efecto invernadero. Con el CBAM, se extiende esa lógica a las fronteras: los importadores de productos incluidos en el mecanismo deberán adquirir certificados CBAM que reflejen el mismo precio que rige en el mercado ETS. Así, se busca garantizar una “igualdad de condiciones” para los productores europeos.
El alcance inicial de la medida se centra en sectores de alta intensidad energética y elevada huella de carbono: acero, cemento, fertilizantes, aluminio e hidrógeno. Pero su ambición va mucho más allá. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ya anticipó en su manifiesto de 2019 que esta política será clave para cumplir con la meta continental de reducir las emisiones en al menos un 55% para 2030.
La certificación como pasaporte para competir en los mercados del futuro
El primer choque de diplomacias climáticas
Aunque Europa presenta el CBAM como una herramienta técnica para proteger su política ambiental, muchos países lo interpretan como un gesto proteccionista disfrazado de ecologismo. Estados Unidos, China, India y Brasil han levantado la voz con firmeza. Algunos, como India, ya amenazaron con represalias comerciales. Otros, como Estados Unidos, advierten sobre los riesgos legales que enfrentan sus exportadores, especialmente en sectores como los combustibles fósiles.
Incluso en medio de negociaciones bilaterales, como el acuerdo marco que la administración Trump firmó con Von der Leyen en julio, la cuestión del CBAM aparece como un punto de fricción. La tasa del 15% que se estableció entonces para productos europeos, inferior al 30% que inicialmente amenazaba la Casa Blanca pero superior al 10% que deseaba Bruselas, muestra que el margen para una armonización comercial verde es estrecho.
Chris Wright, secretario de Energía de EE.UU., fue tajante: sin cambios significativos, el CBAM podría implicar “enormes riesgos legales” para las compañías estadounidenses.
Nuevos datos, viejos prejuicios: el agro busca su lugar en la agenda climática
La nueva gramática del comercio internacional
Para expertos como Nicolas Endress, fundador de ClimEase —una firma que desarrolla software especializado en CBAM—, el impacto de esta política será más profundo de lo que muchos actores económicos sospechan. “La combinación de un impuesto al carbono y un arancel en frontera rediseñará el comercio global. Aquellos países que no tengan un sistema de comercio de emisiones estarán en clara desventaja”, advierte.
La propia lógica del CBAM empuja a los países a adoptar sistemas ETS alineados con el europeo. El mensaje implícito es contundente: quien no cobre por sus emisiones, pagará en las aduanas del mundo. Y quien avance hacia precios creíbles del carbono, podrá proteger su competitividad. “Dentro de pocos años, la tarificación del carbono dejará de ser un experimento europeo para cubrir el 80% del comercio mundial”, predice Endress.
¿Quién define las reglas del juego climático?
Europa está dispuesta a asumir el costo político, económico y diplomático de imponer sus propias reglas sobre las emisiones globales. Pero esa apuesta también conlleva riesgos. Alex Mengden, analista de Tax Foundation Europe, afirmó que si no hay una coalición internacional que acompañe, las consecuencias económicas podrían terminar recayendo más sobre Europa que sobre sus socios comerciales.
“La verdadera prueba del CBAM será si otros países siguen el ejemplo y crean sus propios mercados de carbono”, reflexiona Mengden. Si eso ocurre, el mecanismo habrá cumplido su misión: no como una barrera proteccionista, sino como catalizador de una arquitectura climática global más justa y ambiciosa.
Por ahora, sin embargo, la partida recién comienza. Y Europa ha decidido jugar sus cartas con audacia. En la aduana del futuro, cada tonelada de CO₂ tendrá precio. Y cada país, su estrategia.