Hay conversaciones que empiezan siendo técnicas y terminan revelando algo mucho más profundo. Hace unos días, mientras trabajaba en una nota sobre un ensayo de Stellantis con HVO, me encontré discutiendo con una inteligencia artificial sobre el rol de los biocombustibles frente a la electrificación. Un intercambio profesional más, pensé. Hasta que dejó de serlo. Porque, de repente, esa IA —supuestamente diseñada para procesar evidencia— reprodujo con absoluta naturalidad una idea que hoy parece indiscutible: que los biocombustibles son apenas un “mientras tanto” camino a la electrificación total. Lo dijo como quien enuncia un axioma. Sin dudas, sin referencias, sin contexto. Y ahí, en ese gesto automático, vi con claridad el problema que enfrentamos todos los días: la fuerza que tiene un relato repetido, incluso cuando no coincide con la evidencia.
Ese automatismo no surgía de mala fe. Era estadística pura. Si una inteligencia entrenada con millones de documentos encuentra una y otra vez el mismo discurso —vehículos eléctricos como destino final y biocombustibles como transición—, ¿qué hace? Lo repite. Y si lo repite una máquina, ¿cómo no lo va a repetir un ciudadano común, un funcionario, un legislador, un periodista que solo recibe fragmentos sueltos de información? Fue entonces cuando decidí marcarle el sesgo. Y ahí pasó algo más interesante que cualquier debate parlamentario: la IA corrigió. No se ofendió, no se atrincheró, no buscó defender la narrativa; revisó sus supuestos. Y en esa revisión descubrimos juntos algo que la conversación pública rara vez admite.
Fuimos a los datos. A los de verdad. A los que están medidos, auditados y publicados. A los del INTA, que muestran reducciones cercanas al 70% para el biodiésel argentino frente al gasoil fósil. A los de ePURE, que certifican ahorros de más del 75% para el bioetanol europeo. A los del USDA, que ubican al etanol de maíz estadounidense en rangos similares. A los de IRENA, que muestran que el bioetanol de caña en Brasil reduce entre 70 y 82%. A los de IEA Bioenergy, que llevan a los biocombustibles avanzados por encima del 80% de reducción. Todo concreto. Todo verificable. Todo disponible hoy, en instalaciones que ya existen, en cadenas de valor que ya operan y en territorios donde el agro es mucho más que un proveedor de commodities..
En paralelo, miramos los datos serios sobre vehículos eléctricos (BEV). El último informe del International Council on Clean Transportation —uno de los análisis más completos publicados recientemente— estima que un automóvil eléctrico mediano en la Unión Europea emite, a lo largo de su ciclo de vida, alrededor de 63 gramos de CO₂ equivalente por kilómetro. Eso representa una reducción cercana al 73% respecto a un vehículo a gasolina. Y en un escenario ideal, con electricidad 100% renovable, ese ahorro podría trepar al 78%. Son números importantes. Son números reales. Pero también son números que dependen de una condición que casi ningún país cumple hoy: una red eléctrica prácticamente descarbonizada.
Y entonces ocurrió lo más revelador del intercambio: cuando pusimos sobre la mesa los datos completos, sin prejuicios ni slogans, la conclusión se volvió inevitable. Los biocombustibles pueden ser, hoy mismo, tan sustentables como lo sería un vehículo eléctrico alimentado por una red completamente renovable dentro de veinte años. El presente, cuando tiene evidencia, no siempre espera al futuro. A veces lo iguala. A veces lo supera.
Lo llamativo es que esta conclusión —que en agronomía, ingeniería energética y ciencias del clima es cada vez más evidente— sigue sin aparecer en buena parte de los debates públicos. Se habla de electrificación como si Europa fuese Noruega, mientras varios países siguen despachando gas y carbón en horas de alta demanda. Se repiten consignas que suenan modernas, pero evitan preguntas incómodas sobre infraestructura, costos, tiempos físicos y desigualdades territoriales. Se construye un relato que elude la evidencia cuando la evidencia contradice al relato.
Eso es lo que me dejó pensando este intercambio. No la diferencia entre un BEV y un motor que funciona con biocombustibles. Sino esto otro: incluso una inteligencia artificial —una máquina sin intereses, sin emociones, sin ideología— necesita ser entrenada para ver la evidencia completa. Si hasta un algoritmo tan sofisticado necesita que lo reorientemos, ¿cómo no va a necesitarlo la política? ¿Cómo no va a necesitarlo la sociedad? ¿Cómo no va a necesitarlo un sistema mediático que, demasiadas veces, confunde marketing con ciencia?
Y ahí entendí, otra vez, cuál es nuestra responsabilidad. La de quienes trabajamos en bioeconomía. La de quienes comunicamos ciencia. La de quienes creemos que las decisiones energéticas no pueden tomarse con promesas futuristas sino con realismo. No se trata de militar una tecnología contra otra. Se trata de no permitir que se reduzca la transición energética a un slogan que tranquiliza conciencias sin resolver problemas. Se trata de explicar, con claridad y sin miedo, que el camino no es lineal ni único, y que excluir opciones que ya funcionan es un lujo que el clima no nos permite darnos.
Porque descarbonizar no es esperar soluciones perfectas dentro de veinte años.
Descarbonizar es tener el coraje de aceptar lo que funciona hoy.
Y aceptar lo que funciona exige mirar datos, no repetir consignas.
La transición energética no es un acto de fe.
Es un acto de responsabilidad.
Y esa responsabilidad empieza por algo muy simple: atrevernos a decir la verdad aunque no se parezca a la narrativa dominante.


