Hay un aceite vegetal que probablemente hayas consumido sin siquiera notarlo. Está en muchos de los alimentos procesados que compramos a diario: galletitas, pizzas congeladas, margarinas e incluso productos dietéticos. Pero lo que pocos saben es que este aceite, hoy omnipresente en las góndolas de los supermercados, tiene una historia muy particular. Su origen no está en los campos soleados de olivos o en los exóticos paisajes de las palmas tropicales, sino en las fábricas y motores que movieron al mundo durante la Segunda Guerra Mundial.
A mediados del siglo XX, en plena época bélica, este aceite fue fundamental para lubricar motores de barcos y aviones en los frentes de combate. Un lubricante resistente, económico y altamente disponible. Sin embargo, tras la guerra, una enorme producción excedente de este aceite dejó a los fabricantes con una pregunta inevitable: ¿qué hacer con él?
La evolución de un aceite industrial a comestible
El problema radicaba en que, aunque útil para fines industriales, este aceite no era apto para el consumo humano. Dos componentes específicos, el ácido erúcico y el glucosinolato, lo hacían inadecuado y hasta nocivo si se ingería en grandes cantidades. El desafío era convertir este producto industrial en algo más, y no sería fácil.
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Aquí es donde entra en escena un grupo de científicos canadienses que, en un esfuerzo conjunto entre el gobierno y universidades, buscaron transformar este aceite de una manera que pudiera ser útil en la vida diaria de las personas. Bajo la dirección de Richard Downey y Baldur Steffansson, se desarrolló una nueva variedad que no solo eliminaba los compuestos dañinos, sino que producía un aceite de sabor neutro, ideal para la cocina y la industria alimentaria.
Fue un avance científico que cambió las reglas del juego. En 1978, este aceite ya estaba listo para su comercialización bajo un nuevo nombre que lo diferenciaba de su pasado industrial: canola, un acrónimo de «Canadian Oil, Low Acid».
Un aceite versátil y accesible
Lo que hizo que este aceite se popularizara rápidamente no solo fue su inocuidad para el consumo humano, sino también sus ventajas competitivas frente a otros aceites comestibles. Comparado con el aceite de oliva o de girasol, el nuevo aceite de colza (canola) era mucho más barato de producir, lo que redujo considerablemente su precio en los mercados internacionales.
A su favor también jugaba su sabor neutro, que lo convirtió en una opción preferida para los fabricantes de productos procesados. A diferencia del aceite de oliva, cuyo sabor característico puede modificar el perfil de un alimento, el aceite de colza no aporta sabor, lo que permite su uso en una gran variedad de productos sin alterar su receta original.
Su perfil nutricional también fue clave en su éxito. Este aceite es bajo en grasas saturadas y contiene una proporción saludable de ácidos grasos omega-3, lo que lo hizo atractivo para aquellos consumidores más conscientes de su salud.
De las máquinas a la mesa: un viaje lleno de retos
El camino hacia la aceptación generalizada no fue sencillo. Durante muchos años, el aceite de colza mantuvo cierto estigma debido a su asociación con el uso industrial. A esto se sumaba la fuerte competencia de otros aceites más establecidos en el mercado, como el de oliva y el de soja. Sin embargo, el precio accesible y las mejoras en el proceso de refinamiento lograron consolidarlo como una opción viable tanto para el consumidor común como para la industria alimentaria.
Hoy, el aceite de colza se ha ganado su lugar como el tercer aceite comestible más consumido a nivel mundial, sólo detrás del aceite de palma y de soja. Su presencia es especialmente dominante en productos procesados, donde su bajo costo y versatilidad lo convierten en una opción ideal para los fabricantes.
Un legado de innovación
El viaje del aceite de colza, desde su uso como lubricante en motores hasta convertirse en un producto básico en la industria alimentaria, es una historia de innovación y adaptación. Lo que una vez fue un producto destinado a las máquinas de guerra ha encontrado su lugar en la cocina moderna gracias a la ciencia y a las necesidades cambiantes del mercado. Su bajo costo, su perfil nutricional y su versatilidad lo han catapultado al estatus de uno de los aceites más consumidos en el mundo.
El aceite de colza es un ejemplo de cómo un producto puede reinventarse completamente a lo largo del tiempo, encontrando nuevas formas de servir a la sociedad. Mientras la industria alimentaria y los consumidores buscan opciones más saludables y sostenibles, es probable que su presencia siga creciendo en las próximas décadas.