Desde que Javier Milei asumió la presidencia, el país vive un proceso intenso de reinterpretación de muchas ideas. Algunas necesarias, otras peligrosamente simplificadas. Entre estas últimas, la agenda ambiental se transformó para un sector del campo en una especie de bandera ideológica, en lugar de lo que realmente es: una hoja de ruta global para producir mejor. En ese clima, no fueron pocos los productores que adoptaron el discurso presidencial según el cual el cambio climático sería “un invento del comunismo”, como si descreer de la ciencia fuera una forma de rebeldía. Pero negar la ciencia no libera; simplemente aísla. Y en un mundo interconectado, aislarse es sinónimo de perder mercado.
La llamada Agenda 2030 no nació en Bruselas ni en París, sino en la ONU. Fue acordada por más de 190 países, entre ellos la Argentina, con dos grandes metas: mitigar el cambio climático y erradicar el hambre. Es, en el fondo, una declaración de responsabilidad compartida. La agricultura está en el centro de ambas metas: produce alimentos y también puede capturar carbono, regenerar suelos y sustituir combustibles fósiles. Pero para que el mundo lo crea, no alcanza con ser. Hay que parecer. Y para parecer, hay que demostrar.
Eso, en el lenguaje del siglo XXI, se llama certificar.
En la industria es moneda corriente: nadie duda de que una fábrica de autos, un laboratorio o una embotelladora de agua deban cumplir normas de calidad, de inocuidad o de gestión ambiental. Son procesos voluntarios, pero se vuelven indispensables porque el cliente los exige. Y detrás de cada norma hay una misma idea: que un tercero reconocido verificó que lo que se declara coincide con lo que se hace. El agro argentino, que tanto presume de eficiencia y sustentabilidad, no puede seguir actuando como si bastara con decirlo. En algún momento, le van a pedir los papeles.
De hecho, ya está ocurriendo.
Europa avanza con su Reglamento (UE) 2023/1115 (más conocido como EUDR 1.115), que exigirá demostrar que la soja, el maíz o la carne que llegan a sus puertos no provienen de zonas deforestadas. No es una traba ideológica: es un requisito comercial. Cofco ya exportó soja certificada desde un puerto argentino, y hay productores que miden su huella de carbono en maíz o implementan protocolos de bienestar animal. No se trata de “ceder ante Europa”, sino de hacer valer lo que ya hacemos bien. De convertir la ventaja técnica en valor verificable.
Y entender esto es también entender cómo cambia el negocio.
En los años noventa, las plantas industriales que procesaban oleaginosas eran conocidas como aceiteras porque el aceite era su razón de ser. Pero el boom mundial de la demanda de proteínas dio vuelta el tablero: la harina de soja pasó a ser el producto principal y el aceite, casi un coproducto. En el lenguaje del sector, aquellas aceiteras las rebautizamos como plantas de crushing, reflejando ese cambio de época. Poco después, las exigencias del Protocolo de Kioto abrieron otro horizonte: los biocombustibles. El aceite, relegado en la alimentación, se transformó en un insumo energético. Y así, el subproducto se convirtió en herramienta de descarbonización.
Más tarde llegó la ola de la electromovilidad, que prometió sustituir todo con baterías y relegó al biodiésel y al etanol a un segundo plano. Pero la realidad demostró que no hay transición energética sin moléculas, ni descarbonización posible sin el aporte del campo. Hoy los biocombustibles vuelven a ocupar un lugar central, especialmente en la aviación, donde las alternativas eléctricas son inviables. El mundo redescubre lo que la agricultura puede ofrecer: energía renovable, captura de carbono y proteína en una misma ecuación.
Y ahí aparece otra conexión que el agro argentino no puede ignorar.
Cuando crece la producción de biocombustibles, crece también la oferta de proteínas. Y lo que abunda, baja de precio. En un contexto geopolítico cada vez más complejo, con mercados que tienden a protegerse, la respuesta no está solo en exportar más, sino en crear demanda interna. Los países que se nos parecen —Brasil, Estados Unidos, el sudeste asiático— entendieron que los biocombustibles son también una política de desarrollo industrial. Transforman granos en energía, empleo y divisas. Y lo hacen con el campo como protagonista, no como proveedor anónimo.
En la Argentina, en cambio, el debate sobre biocombustibles avanza con el agro mirando desde la tribuna, o peor aún, sin saber que la tribuna existe.
Mientras escribo estas líneas, la Comisión de Minería, Energía y Combustibles del Senado está debatiendo un nuevo marco regulatorio para los biocombustibles. En la mesa están sentados los productores de biocombustibles, los petroleros, los refinadores y las automotrices. Pero no el campo: el que hace el verdadero trabajo en la reducción de emisiones que los biocombustibles permiten. Amigarse con la Agenda 2030 y con la cadena no significa rendirse ante una moda, sino asumir un rol protagónico en el nuevo escenario productivo. Significa ejercer el lugar que el agro argentino debe tener: el de ser motor, no espectador.
Porque si algo distingue al agro de este país es su capacidad para innovar cuando se lo propone. La siembra directa, los cultivos de servicio, la integración con la ganadería, e incluso, innovaciones biotecnológicas como el trigo HB4, son aportes que nacieron en la Argentina y que hoy marcan el camino de la agricultura global. Lo único que nos falta ahora es medirlo, certificarlo y contarlo. El resto, ya lo hacemos.
Y tal vez ahí esté la verdadera lección: el futuro no será del que más produce, sino del que mejor demuestra cómo lo produce. Y de quienes entienden que cada litro de biocombustible, cada tonelada de harina y cada hectárea bien manejada son parte de una misma ecuación: la de una cadena de valor capaz de unir productividad, energía y soberanía.