Hace unos doce mil años, en el Neolítico, la humanidad cambió el rumbo de su historia. Abandonó la vida nómade de cazadores y recolectores, y se asentó para producir sus propios alimentos. Plantar una semilla con intención fue mucho más que una innovación técnica: fue el inicio de una transformación civilizatoria. La domesticación de cultivos y animales abrió la puerta a la abundancia relativa, permitió el crecimiento poblacional y sentó las bases de las primeras ciudades, de los primeros imperios, de los primeros dioses.
Desde entonces, la agricultura no fue solo una forma de obtener comida. Fue la condición de posibilidad de todo lo que hoy entendemos como sociedad organizada. No hay política sin excedente. No hay cultura sin tiempo libre. No hay espiritualidad sin ofrenda. La agricultura dio origen a los calendarios, a los templos, a las fiestas, a los rituales. Alimentó el cuerpo y también el alma.
A lo largo del tiempo, cada civilización encontró soluciones propias a sus desafíos agrícolas. Los pueblos del Creciente Fértil diseñaron sistemas para llevar el agua del río a sus cultivos. Los incas desarrollaron terrazas que aún hoy asombran por su precisión. La fibra del cáñamo impulsó la navegación y el comercio. El papiro permitió escribir. Los cereales fermentados dieron origen a la cerveza; la vid, al vino. Junto con la agricultura, la humanidad aprendió a transformar, a conservar, a celebrar.
Y a criar. La ganadería no fue solo una fuente de alimento: también aportó fuerza de trabajo, movilidad, abrigo, iluminación. El cuero, la lana, el sebo y la leche formaron parte del repertorio material básico de la vida cotidiana mucho antes de que existieran las fábricas. Agricultura y cría animal construyeron una cultura productiva entera.
Pero el crecimiento trajo presión. Y la presión superó la capacidad de respuesta del mundo natural. Inglaterra, hacia el siglo XVIII, vivió una escasez crítica de madera. Sin ella, no había calor, ni barcos, ni herramientas. No supimos vivir dentro de los límites de lo que la naturaleza ofrecía. Esa falta de equilibrio abrió paso al carbón, y con él, a la Revolución Industrial. Fue una transición energética, pero también una ruptura: la humanidad comenzó a depender de recursos que la naturaleza tarda millones de años en formar, y que seguimos explotando con consecuencias profundas.
Hasta entonces, con pocas excepciones, la vida humana había dependido casi por completo de procesos biológicos. Alimentos, abrigo, energía, medicina, construcción y transporte se originaban —o se sostenían— en la tierra. La irrupción de los fósiles trajo velocidad, abundancia y nuevas posibilidades. Mejoró la calidad de vida, amplificó la tecnología, revolucionó la producción. Pero también nos dejó comiendo microplásticos, perdiendo cosechas por eventos extremos, viendo especies desaparecer y desplazando comunidades enteras por sequías o inundaciones. Fue progreso, pero también desequilibrio.
Hoy, ese desequilibrio ya no puede ocultarse. No se trata de renunciar a lo que logramos, sino de recuperar las bases con nuevas herramientas. Volver a lo biológico, con conciencia. Y con ciencia. Apostar por un modelo que nos permita desarrollarnos sin comprometer el futuro del planeta. Ese modelo existe, y tiene nombre: bioeconomía.
La agricultura bien practicada es su gran base. No hay bioeconomía sin biomasa, sin fotosíntesis, sin suelo, sin productores. La industria transforma, sí, pero la agricultura origina. Es el punto de partida de esta transición regenerativa, eficiente, anclada en los límites del planeta. Y hoy tenemos la tecnología, el conocimiento y la experiencia para hacerla posible.
Aprendimos a producir manteniendo el equilibrio, reponiendo más árboles de los que usamos y cuidando los que no podemos reemplazar. Sabemos cultivar preservando la biodiversidad y mejorando los suelos mediante la captura de carbono. Incorporamos la lógica de la biorrefinería, que nos permite aprovechar cada fracción de un cultivo: proteínas para alimentación, fibras para materiales, aceites y azúcares para energía. Seguimos domesticando plantas, como las brassicas que permitirán volar con combustibles sostenibles. La biotecnología hace la agricultura más precisa, más limpia, más productiva. Y al aprender a imitar la fotosíntesis, dimos origen al cultivo urbano, que acorta distancias y reconfigura la logística alimentaria.
Detrás de cada avance, de cada técnica, de cada salto de conocimiento, siempre hubo personas construyendo futuro.
En este contexto, cada 9 de septiembre, el Día Internacional de la Agricultura no es solo una efeméride. Es una oportunidad para reflexionar sobre el modelo de desarrollo que queremos construir. Desde BioEconomía.info, impulsamos la bioeconomía como alternativa real al colapso fósil. Y sabemos que sin agricultura, no hay comienzo.
Por eso, hoy rendimos homenaje y agradecimiento no solo a quienes trabajan actualmente la tierra, sino a todos los que, desde hace más de doce mil años, han sostenido esta actividad esencial. Agricultores, ganaderos, criadores, cooperativistas, contratistas, científicos, técnicos y productores de todos los tiempos. Porque a pesar de las sequías, de las inundaciones, del olvido persistente y de las cargas que otros sectores jamás enfrentarían, nunca dejaron de sembrar. Son héroes de una épica silenciosa. Y hoy, más que nunca, son verdaderos protagonistas de una transformación que el mundo necesita.


