India está atravesando un proceso de transformación profunda. Lo que comenzó como una iniciativa para reducir emisiones y depender menos del petróleo importado, se ha convertido en una herramienta para revitalizar la economía rural, fortalecer la agricultura y generar empleo en el interior del país.
En las últimas décadas, dos desafíos estructurales dominaron la agenda india: una fuerte vulnerabilidad energética, basada en importaciones crecientes de combustibles fósiles, y una presión demográfica sobre las ciudades, impulsada por la migración constante desde áreas rurales sin oportunidades. El etanol, contra todo pronóstico, empezó a ofrecer respuestas concretas a ambos frentes.
En poco más de diez años, India no solo multiplicó su capacidad de producción de este biocombustible, sino que construyó un ecosistema industrial que hoy genera impacto económico, ambiental y social. Y lo hizo sin grandes anuncios globales ni discursos grandilocuentes. Simplemente, con políticas públicas consistentes y una mirada integral sobre el rol de la energía en el desarrollo nacional.
La expansión de una industria nacional
En 2013, la capacidad instalada para producir etanol en India era de apenas 4.210 millones de litros anuales. Hoy supera los 18.100 millones de litros, como resultado de un plan que combinó inversión pública y privada, precios regulados, licitaciones competitivas y objetivos claros: alcanzar un 20% de mezcla de etanol con nafta para el período 2025-2026.
A juzgar por los datos recientes, el objetivo está al alcance. Solo en mayo de 2025, India alcanzó un blending del 19,8%, y el promedio acumulado desde noviembre de 2024 ronda el 18,8%. En ese mismo mes, se produjeron 951 millones de litros, y se inyectaron al sistema más de 5.700 millones de litros en siete meses. La evolución es notoria: en 2013, la mezcla apenas alcanzaba el 1,5%.
Materias primas y eficiencia productiva
El etanol indio proviene principalmente de tres fuentes: melaza, cereales (como el maíz) y plantas de alimentación dual. Unos 8.160 millones de litros se originan en subproductos de la caña de azúcar; 8.580 millones provienen del maíz y otros granos; y 1.360 millones de litros se generan en instalaciones que alternan ambas materias primas según disponibilidad y precios.
Este esquema flexible no solo evita la dependencia de un único insumo, sino que activa distintas cadenas agrícolas y promueve inversiones en todas las regiones productoras del país.
Más ingresos para el agro, más vida en el interior
Esta diversificación de materias primas ha tenido un impacto inmediato en la economía agrícola. Los productores de caña encuentran en el etanol un destino más previsible y rentable que el azúcar, mientras que los maiceros acceden a un nuevo mercado con precios estables y pagos más ágiles.
Pero el efecto no se agota en los ingresos del productor. La industria del etanol se está convirtiendo en una palanca de desarrollo rural. Las destilerías, ubicadas principalmente en zonas agrícolas, generan empleo directo y una amplia red de actividades conexas: logística, transporte, mantenimiento, tratamiento de efluentes, acopio y más.
Según estimaciones oficiales, cada 10 millones de litros de etanol generan, en promedio, 290 empleos directos y más de 1.200 empleos indirectos. Este efecto multiplicador impulsa también rubros como la construcción, el comercio local, los servicios técnicos y el consumo de bienes esenciales. Y lo más importante: contribuye a frenar la migración del campo a la ciudad, promoviendo el arraigo a través del trabajo digno.
Reducción de emisiones y ahorro en divisas
Además del impacto rural, el programa de etanol ofrece beneficios ambientales y económicos a escala nacional. Al reemplazar parcialmente a la nafta, el bioetanol reduce la emisión de partículas contaminantes y gases de efecto invernadero, especialmente en zonas urbanas densas.
En términos económicos, se estima que la sustitución de combustibles fósiles permitió ahorrar más de 12.000 millones de dólares en importaciones de petróleo, fortaleciendo la balanza comercial y reduciendo la exposición a la volatilidad del crudo internacional.
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Obstáculos y tensiones aún no resueltas
Pese a estos avances, el camino no está libre de obstáculos. Una de las principales dificultades señaladas por los productores es una presión impositiva desigual. El GST (Goods and Services Tax), impuesto nacional sobre bienes y servicios, aplica una alícuota del 18% al etanol crudo, mientras que los vehículos eléctricos tributan solo un 5%. El sector reclama igualdad de condiciones, argumentando que esa brecha dificulta la expansión del mercado y encarece el producto final.
Otro punto crítico es la falta de incentivos para los vehículos flex fuel, que actualmente tributan más que los eléctricos. Desde la industria proponen equiparar los beneficios fiscales para acelerar su adopción, especialmente en regiones sin infraestructura de carga para electromovilidad. A esto se suma que algunos gobiernos regionales han comenzado a aplicar gravámenes que dificultan su desarrollo.
Una bioeconomía en marcha
El caso de India demuestra que la transición energética no debe limitarse a una sola vía tecnológica. El etanol, lejos de ser una solución marginal, se está consolidando como una herramienta estratégica capaz de abordar múltiples objetivos simultáneos: descarbonización, empleo, inversión, arraigo rural y ahorro externo.
No es casual que este modelo empiece a generar atención internacional. India está mostrando que, con decisión política, planificación y mirada territorial, es posible convertir una política energética en una política de desarrollo. Y lo está haciendo sin promesas futuristas: con resultados concretos, mensurables y replicables.


