viernes, mayo 9, 2025
 

El costo ambiental de haber discriminado a los biocombustibles

Las decisiones que limitaron el desarrollo de los biocombustibles en Europa no solo comprometieron las metas climáticas. También reforzaron el dominio de los combustibles fósiles y frenaron la descarbonización.

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Datos recientes de Eurostat recogidos por ePure, la voz de los productores de bioetanol europeos, pusieron en evidencia una verdad incómoda: las políticas sobre biocombustibles en Europa no solo fracasaron en sus metas climáticas, sino que consolidaron la dependencia de los combustibles fósiles. Hoy, las emisiones del transporte siguen siendo elevadas y la descarbonización parece un espejismo.

Este resultado no es casual ni atribuible a límites tecnológicos. Es el producto de decisiones políticas que ignoraron la ciencia, amplificaron temores sociales y cedieron a lobbies comerciales.

De solución climática a enemigo público

En 2003, la Unión Europea aprobó la Directiva 2003/30/CE, que establecía objetivos crecientes para incorporar biocombustibles en el transporte: 5,75% para 2010 y 10% para 2020. Los resultados fueron contundentes. El consumo de biocombustibles —capaces de reducir entre un 60% y un 80% las emisiones respecto a los combustibles fósiles— se multiplicó por diez en una década. Los biocombustibles en Europa demostraron ser la herramienta más eficaz y rápida para descarbonizar el transporte sin requerir cambios en los vehículos o en la infraestructura.

Sin embargo, a medida que su éxito crecía, también lo hacían las resistencias. El aumento del consumo, especialmente de biodiesel importado desde Argentina y el sudeste asiático, generó reacciones de sectores industriales europeos menos competitivos. Surgió un discurso que afirmaba que los biocombustibles provenientes del Hemisferio Sur provocaban deforestación. El argumento fue fácilmente contrarrestado con certificados que garantizaban que las materias primas, soja en el caso de Argentina, eran producidas en campos que no habían sido desmontados.

Lejos de darse por vencida, en 2013, la Comisión Europea impuso aranceles antidumping y compensatorios al biodiesel argentino. Argentina llevó el caso a la Organización Mundial del Comercio (OMC), que falló a favor del país sudamericano, obligando a la Comisión Europea a revertir las medidas al comprobarse prácticas discriminatorias.

La campaña de desprestigio de los biocombustibles fue trasladada al plano emotivo: la competencia con la producción de alimentos. Un discurso que ignoraba un dato central: el biodiesel se produce a partir de oleaginosas que, además de aceite, generan proteína, un insumo clave para la alimentación humana y animal. Por ejemplo, de la soja solo el 20% es aceite y el 80% restante es proteína. Lo mismo ocurre con el bioetanol. En el caso del maíz, su coproducto —los granos destilados (DGs)— aporta proteínas de alta calidad para la ganadería.

A pesar de la evidencia empírica, la dicotomía “combustibles versus alimentos” se instaló con fuerza y convenció a la sociedad de que los biocombustibles convencionales eran responsables del hambre global o de presionar los precios de los alimentos al alza. Una afirmación sin sustento técnico.

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El giro político y la renuncia a la ciencia

En 2015, cediendo a esas presiones y temores sociales, la Comisión Europea limitó la participación de los biocombustibles convencionales al 7%, llevándose puesta incluso a la propia industria europea de biocombustibles. La entonces Secretaria de Energías Renovables, Marie Donnelly, ofreció una justificación alarmante:

«No podemos ser simplemente guiados por modelos económicos y teorías científicas; tenemos que ser muy sensibles a las preocupaciones de los ciudadanos, incluso si estas preocupaciones son más emotivas que basadas en hechos o científicas.»

Esta declaración fue, ni más ni menos, una renuncia al rigor científico. Si el cambio climático exige políticas basadas en evidencia, legislar siguiendo percepciones emocionales es sencillamente irresponsable.

Hasta aquel momento, los biocombustibles convencionales habían sido responsables de más del 90% de la reducción de emisiones en el transporte por carretera.

Doble conteo, electromovilidad y mayor discriminación a los biocombustibles

Para limitar aún más el avance de los biocombustibles convencionales, la Comisión introdujo una política que premiaba el uso de biocombustibles avanzados —producidos a partir de residuos— aplicando una cuota mínima y el denominado «doble conteo», donde cada litro producido con estas materias primas contabilizaba el doble para el cumplimiento de los objetivos de mezcla.

Esta medida, aún vigente, desincentiva el uso real de biocombustibles convencionales. Además, genera una valorización artificial de los residuos, cuyos precios llegan a superar, en muchos casos, los de las materias primas vírgenes. Hubo denuncias de fraude en la certificación, poniendo en jaque la credibilidad de los sistemas de certificación.

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La apuesta desequilibrada por la electromovilidad

En paralelo, la Unión Europea redobló su apuesta por la electromovilidad, promoviendo subsidios para la producción y uso de vehículos eléctricos y fijando fechas para eliminar la venta de motores de combustión interna.

Esta estrategia ignoró el análisis completo del ciclo de vida de las emisiones («del pozo a la rueda»). Mientras se promocionaban los autos eléctricos como «cero emisiones», algunos países europeos, como los Países Bajos, inauguraban nuevas centrales eléctricas a carbón. Una contradicción que no resolvía el problema, sino que lo desplazaba fuera de la vista pública.

Incluso cuando, en 2023, Alemania presionó con éxito para permitir los combustibles electrónicos (e-fuels) más allá de 2035, la UE se negó a extender el mismo tratamiento a los biocombustibles, pese a su comprobada eficacia y disponibilidad inmediata. Italia solicitó incluirlos, pero su pedido fue ignorado.

Lo irónico es que ahora, frente al estancamiento de la electromovilidad enchufable, los e-fuels se han convertido en la nueva esperanza de la Comisión Europea para descarbonizar el transporte, aún cuando persisten serias dudas sobre su viabilidad tecnológica e industrial a gran escala.

Los números confirman el fracaso de las políticas sobre biocombustibles en Europa

Según Eurostat (2023), solo el 7,5% de la energía utilizada en el transporte proviene de fuentes renovables, sin considerar los multiplicadores y el doble conteo. Los combustibles fósiles aún representan el 92,3% del consumo real.

Solo Suecia, Finlandia y Austria, que han sostenido políticas a favor de biocombustibles, han logrado superar el 10% de contenido renovable en el transporte, la meta establecida en 2003.

Para cumplir con el ambicioso 29% que exige la directiva RED III para 2030 —que fija objetivos vinculantes para el uso de renovables en todos los sectores, incluido el transporte—, la mayoría de los Estados miembros debería triplicar su participación actual en apenas cinco años. Un objetivo que hoy parece inalcanzable.

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No fue un error. Fue una estrategia

Este desenlace no puede atribuirse a errores de cálculo o falta de información. Las políticas europeas reflejan una estrategia deliberada que combinó proteccionismo comercial con fuertes sesgos ideológicos.

Por un lado, se intentó proteger a sectores industriales locales limitando las importaciones desde países más competitivos. Por otro, se promovió una visión política que incluso perjudicó a la propia industria europea de biocombustibles, como los productores de bioetanol de maíz, que reclaman mayor participación pero bajo un marco que también restringe importaciones.

El resultado fue claro: una dependencia innecesaria y prolongada de los combustibles fósiles, el estancamiento de la descarbonización y una creciente desconfianza en las políticas climáticas europeas.

La ciencia y los objetivos alcanzables deben prevalecer

Todo indica que Europa se encamina a repetir el mismo error: intentar alcanzar el objetivo de cero emisiones netas en el transporte apostando nuevamente a una tecnología aún incipiente. Los e-fuels, aunque prometedores, todavía no han demostrado ser una solución escalable ni económicamente viable a gran escala. Es la misma lógica que condujo al fracaso de apostar exclusivamente a la electromovilidad enchufable.

Combatir el cambio climático requiere decisiones informadas, basadas en evidencia científica y metas alcanzables. La discriminación a los biocombustibles ha tenido y sigue teniendo un costo ambiental, económico y social muy alto. Los nuevos datos solo confirman una realidad que ya no puede disimularse.

Europa no fracasó por falta de recursos ni de soluciones tecnológicas. Los biocombustibles están disponibles y listos para aportar una reducción inmediata de emisiones, con costos competitivos y múltiples externalidades positivas. Pueden —y deben— ser parte de la transición, al menos hasta que alguna nueva tecnología madure.

Ignorarlos y apostar todo a soluciones aún inmaduras es como pretender ganar el Gran Premio de Mónaco sin haberse subido jamás a un auto de competición. Es una receta segura para estrellarse contra el muro. O tal vez, la estrategia es otra: fijar objetivos imposibles para, en realidad, no hacer nada.

 
Emiliano Huergo
Emiliano Huergo
Apasionado por el potencial transformador de la bioeconomía. Director de BioEconomía.info, promotor de iniciativas que integran innovación, equidad y sostenibilidad. 👉 Ver perfil completo
 
 

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